El olor a tabaco se me ha clavado en las yemas y la garganta se me tensa. Carraspeo y la noto quebrar en mil pedazos. Estoy seguro que si sigo así acabaré escupiendo lo poquito que me queda de garganta.
Mi padre repasa, pacífico, el borde del cenicero con su cigarrillo mientras me relata historias hasta ahora consideradas nebulosas. Ahora ya las veo un poco más nítidas. Son planetas desconocidos que, si te digo la verdad, preferiría no haber pisado ni escuchado jamás. O, por lo menos, haber mantenido mi nebulosa intacta. Sí, lo prefería. A cada relato se frena, me mira y expulsa humo. Espera a que le de respuesta y lo intento, pero estoy colapsado. Noto las palabras formando un tapón en la boca de mi estómago y mi mente se pierde entre parpadeos que no dejo de desviar, para intentar responder con una leve aprobación que, para mí, sólo es una forma más de decir que los nervios trepan por todos mis miembros y arrastran con ellos un sudor frío que me cubre la nuca y me deja, literalmente, seco. Me mantiene la mirada, impaciente. Exigiéndome una respuesta. Las ganas de pellizcarme los ojos y llorar desenfrenadamente me atrae sobremanera, así por lo menos se compadecería de mí. Noto ahogarme en esta presión que me amordaza el cuello y me corta la circulación. Estoy palideciendo o amarilleando. Se da cuenta porque me sigue torturando con la historia real de mi pasado. Mi presente y mi futuro están en alerta roja si no hago nada por buscar un hueco entre la verdad que me concierne, o más bien, que me encierra en todo momento de mi existencia.
Cuando llego a casa el tabaco flota alrededor de mi ropa como la brisa marina en pelo de las mujeres con el alisado japonés o la permamente. Los chasquidos involuntarios de mi lengua se están haciendo más frecuentes. El colutorio la ha tensado más y ya no sé qué más hacer para calmar esta suciedad que me endurece los órganos. Lo único en lo que se me ocurre pensar es en los informes que se apiñan en mi despacho. Manuscritos por todos lados, llamadas de teléfonos nada más entrar por la puerta y agentes desbordando los ascensores. Me cubro con la almohada hasta no sentir el oxígeno en mis bronquios. De repende hay algo que me hace aflojar e inspirar con dureza, silbando casi del placer. No. Ella no puede ser. Inmediatamente me quito esa idea de la cabeza y me marcho al trabajo. Necesito olvidarme de estas estupideces que empiezan a invadir mi cabeza.
El despacho huele a oficina. No es agradable pero me reconforta. Los informes me miran, centellean en lo alto de la mesa y caigo rendido.
Alguien me zarandea y lo primero que percibo es un olor que, inmediatamente, me hace abrir los ojos para visualizar de dónde viene. Es Lucía. Cómo no.
-Venga, Guillermo. Te ayudo, que ese retraso no puede traer nada bueno.
Me sonríe. No puedo odiarla. Y no porque sea, además de guapa, encantadora. Sino porque las mariposas ya nacen en mi estómago y las puedo notar tirando de mis latidos. Acelerándolos a mil por hora.
-¿Guillermo?
-Eh, perdón Lucía. No hace falta que me ayudes. En realidad lo dejaré para esta tarde. Estoy agotado y tengo que ordenar algunas cosas.
-¿Mudanzas?- dijo con la curiosidad palpitando en sus pupilas.
-No, mi pasado poniendo patas arriba mi ahora.- murmuré, dirigiendo la mirada a la fotocopiadora. Con los ojos hundidos en mis cuencas.
-¿Alguna exnovia?
-Vente conmigo a mi casa. Ahora.-Casi chillé mientras la empujaba hacia la salida. Se dejó hacer.
(título de una GRAN canción y una de mis favoritas; Con las ganas- Zahara)
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