(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


lunes, 31 de diciembre de 2012

Está claro que me equivoqué.




 La veía como una persona más fuerte. Veía en ella una cobardía irrefrenable que la alejaba de sí misma. La veía como un carámbano invencible, erguido y duradero soportar la peor sequía de la historia. Veía su vulnerabilidad bajo un pretexto poco elaborado, propio de una insensata, de una mentirosa inexperta. Veía sus rasgos inmaduros, aún fecundados por una infancia interrumpida bajo sus ojos contorneados, bajo su estilo informal, entre su peinado innovador. En esencia era tan débil que enfrentar el peso de una mirada la obligó a perder la expresión. Sus ojos sólo eran retazos claros, inamovibles, que la hundían en una realidad que era incapaz de soportar. Su boca dibujaba una línea recta que nunca esperó por nada. Sus mejillas eran grises, su mentón azul oscuro, sus pómulos púrpura, el puente de su nariz, siempre agazapado, se sumía en las sombras. Con todo la veía fuerte. Seguía viva. Continuaba una huída imposible. No había día que no hallase una miserable esquina en la que permanecer escondida una noche más. Arropada entre espasmos y lágrimas se enfrentaba a una existencia desoladora, con un fondo a base de colores planos, mates. Se deslizaba entre las horas huyendo de su sombra, en la madrugada un silencio ensordecedor la arrancaba de las sábanas. Las heridas no sólo se extendían a lo largo de su vientre, tobillos, muslos y antebrazos, una brecha le atravesaba la conciencia, una hemorragia enjugaba sus pensamientos. Vista de lejos parecía un animal agonizante, sediento, hambriento, raquítico. De cerca el pobre animal, con rostro de cachorro y con ojos inocentes, poseía un cuerpo adulto desestructurado. De ese cuerpo repleto de vértices angulosos pendían miembros desiguales que parecían haber sido colocados con desdén sobre su torso. Su constitución conformaba una burla que competía con la juventud retratada en un rostro oscuro, siniestro, carcomido por el tiempo que la envejecía. Podría decirse que, mientras su cuerpo poco a poco iba indicando que era una adulta, lo cierto era que aquella muchacha, aquel animal malherido, tan sólo era una niña. Una niña, sin embargo, con demasiadas comas entre sucesos emborronados. Una niña que vivía entre paréntesis.
Lo lógico es calificarla de débil, callar todas las palabras y dudar frente esta contradicción. Sin embargo es que, en verdad, tales existencias, aunque se conjuguen en presente con la vulnerabilidad, con la debilidad, exigen, a su vez, una fuerza, quizás irracional, que las impulsen a seguir fluyendo entre imágenes catastróficas, entre ausencias permanentes y entre un vacío inexorable. Por eso, secundando a su reflejo, pensé que continuaría como hasta ahora, avanzando de forma teórica, retrocediendo y hundiéndose en la práctica. Si hasta ahora había cargado sobre sus dos pequeños hombros el peso de una vida perdida, creí que con el tiempo se fortalecería.
Está claro que me equivoqué.

Cuando me atraganté con mi propio error ella yacía inmóvil entre escombros, con la mirada recorriendo las estrellas que salpicaban el cielo, con la techumbre del edificio reposando en su regazo. El sistema eléctrico del inmueble tardó apenas unos minutos en hacer arder las astillas que cubrían su piel. Los colores cálidos del incendio retrocedían en la escala cuando se aproximaban a su cuerpo, que, con movimientos entrecortados, envenenaban sus pulmones. Las pupilas dilatadas se inyectaban en sangre, el pelo se le pegaba a la frente y un torrente púrpura rastreaba sus encías, desviándose a escondidas por sus comisuras, secándose al llegar a sus clavículas. La angustia no la atemorizaba, su cuerpo ennegrecido se reducía a cenizas, pero con un leve resplandor en sus ojos se despidió en silencio de sí misma.


Llegué, después de semanas en un viaje familiar al que Kaiileï decidió no asistir, a aquel apartamento consumido por la suciedad, por el olor a podredumbre. Los libros se apilaban sobre la mesa de la sala de estar. En el techo había goteras. Latas de conserva repletas de larvas se sucedían en la encimera de la cocina. Dejé las maletas, los souvenirs de Turquía y el neceser aparcados en el recibidor, tras haber retirado periódicos y envases hacia la puerta de entrada. Un viento helador recorría el pasillo. La piel se me erizó y con el temor anudándome la garganta me abracé a mí mismo con aire poco consolador.

-Kaii... Kaiileï- la voz me temblaba. Intenté alzarla para que ella me escuchara porque, pese a la situación en la que se hallaba el apartamento, sabía (y lo supe nada más aterrizar en Oslo) que Kaiileï estaba en casa.
Sin embargo, la voz, torturada por el miedo que ya empezaba a nublarme la vista, huyó antes de empezar a avanzar por el pasillo. Las rodillas me temblaban y las lágrimas empezaban a clavárseme bajo la piel. Al final del pasillo, girando a la izquierda, el pequeño estudio al que Kaiilei y yo le dedicamos tanto tiempo, tenía las ventanas abiertas. La puerta también estaba abierta y, sin haberme atrevido a entrar antes en el baño y las habitaciones, entré con paso inseguro. Al igual que en el resto del apartamento, la suciedad engullía las paredes. Recorrí las estanterías vacías con la mirada, vi el ordenador portátil con la pantalla apagada al lado de una lata de cerveza vacía. Fuera, al otro lado de la ventana, el frío congestionaba el paisaje. Avancé hasta ella, exhalando un aire helador al tiempo que me giraba, al tiempo que mi cuerpo se desvanecía sobre mis rodillas, al tiempo en el que el temblor me provocó un dolor agudo en el pecho, al tiempo en el que la voz regresó en forma de un aullido desgarrador. Kaiileï, desnuda sobre el sofá, con la cabeza inclinada hacia atrás, se descomponía en una postura antinatural. Su cuerpo, cubierto de moratones, de sarpullidos y cortes, teñido por un color violáceo, contrastaba con el rojo burdeos de la tapicería del pequeño sofá. Sobre ellas destacaba una brecha profunda que atravesaba su vientre en diagonal. Se apreciaba la huella de la sangre que descendió hasta sus muslos. Su boca entreabierta dejaba ver sus dientes, cubiertos por una gruesa capa de sangre seca. Los celestes, después del tiempo, apenas contrastaban con los tonos grisáceos de sus heridas. Tenía los ojos abiertos y pequeñas larvas se arremolinaban en sus lacrimales.
No albergué ninguna duda. Supe nada más verla quién fue la persona que produjo esas magulladuras por todo su cuerpo, quién representó sobre su piel el estado de su propio corazón.
Kaiileï se desvaneció bajo los escombros de una vida descompuesta, del vacío infernal en el que se sumía. Acabó con las paredes de su rutina asfixiada. Los cimientos pobres en los que se sostenía su inseguridad correspondían a sus fuerzas mínimas, a los miedos que le arrebataban el sueño, al odio con el que compartía confidencias cada día. Mientras una noche la soledad prendía sus entrañas, ella añadió combustible con sus lágrimas y su cuerpo ardió en llamas. Notaba la sangre manar de ella, notaba el dolor agudo de la última despedida, el dulce regusto que acabó con sus pulsaciones cuando el sufrimiento se perdió en el horizonte y prometió no volver jamás. El peso de una decisión por fin tomada, conformada por supuras abiertas, presionaban sobre todos sus miembros. Con la mirada perdiéndose en una noche heladora su cuerpo desistió y se esfumó. Para siempre. Destruyó un edificio aún en obras. Yo ni nadie estaba allí aquella noche. Yo amé a una niña de veinticinco años que nunca fue capaz de amarme. Yo siempre supe de su angustia desarmada. Nunca supe ayudarla. Nadie fue capaz de hacerle llegar un plano incompleto, un plano que debía terminarse. Un plano que describía su vida apenas iniciada.

La veía como una persona más fuerte, dije al empezar a relatar el veinticuatro de abril de 1978. Sólo sigo culpándola de forma inconsciente, yo, ahora, años más tarde, la quiero de vuelta y, después de acusarme, de martirizarme y después de múltiples intentos por intentar rehuir los recuerdos, las imágenes y los olores, me percato de que siempre la quise de vuelta. Hoy la veo como una persona que vivió con los pulmones inundados. Hoy la veo más frágil que entonces. Hoy, en el mismo sofá rojo burdeos, vivo como vivió ella hasta el día de su muerte.

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