La veía como una persona más fuerte. Veía
en ella una cobardía irrefrenable que la alejaba de sí misma. La veía como un
carámbano invencible, erguido y duradero soportar la peor sequía de la
historia. Veía su vulnerabilidad bajo un pretexto poco elaborado, propio de una
insensata, de una mentirosa inexperta. Veía sus rasgos inmaduros, aún
fecundados por una infancia interrumpida bajo sus ojos contorneados, bajo su
estilo informal, entre su peinado innovador. En esencia era tan débil que
enfrentar el peso de una mirada la obligó a perder la expresión. Sus ojos sólo
eran retazos claros, inamovibles, que la hundían en una realidad que era
incapaz de soportar. Su boca dibujaba una línea recta que nunca esperó por
nada. Sus mejillas eran grises, su mentón azul oscuro, sus pómulos púrpura, el
puente de su nariz, siempre agazapado, se sumía en las sombras. Con todo la
veía fuerte. Seguía viva. Continuaba una huída imposible. No había día que no
hallase una miserable esquina en la que permanecer escondida una noche más.
Arropada entre espasmos y lágrimas se enfrentaba a una existencia desoladora,
con un fondo a base de colores planos, mates. Se deslizaba entre las horas
huyendo de su sombra, en la madrugada un silencio ensordecedor la arrancaba de
las sábanas. Las heridas no sólo se extendían a lo largo de su vientre,
tobillos, muslos y antebrazos, una brecha le atravesaba la conciencia, una
hemorragia enjugaba sus pensamientos. Vista de lejos parecía un animal
agonizante, sediento, hambriento, raquítico. De cerca el pobre animal, con
rostro de cachorro y con ojos inocentes, poseía un cuerpo adulto
desestructurado. De ese cuerpo repleto de vértices angulosos pendían miembros
desiguales que parecían haber sido colocados con desdén sobre su torso. Su
constitución conformaba una burla que competía con la juventud retratada en un
rostro oscuro, siniestro, carcomido por el tiempo que la envejecía. Podría
decirse que, mientras su cuerpo poco a poco iba indicando que era una adulta,
lo cierto era que aquella muchacha, aquel animal malherido, tan sólo era una
niña. Una niña, sin embargo, con demasiadas comas entre sucesos emborronados.
Una niña que vivía entre paréntesis.
Lo
lógico es calificarla de débil, callar todas las palabras y dudar frente esta
contradicción. Sin embargo es que, en verdad, tales existencias, aunque se
conjuguen en presente con la vulnerabilidad, con la debilidad, exigen, a su
vez, una fuerza, quizás irracional, que las impulsen a seguir fluyendo entre
imágenes catastróficas, entre ausencias permanentes y entre un vacío
inexorable. Por eso, secundando a su reflejo, pensé que continuaría como hasta
ahora, avanzando de forma teórica, retrocediendo y hundiéndose en la práctica.
Si hasta ahora había cargado sobre sus dos pequeños hombros el peso de una vida
perdida, creí que con el tiempo se fortalecería.
Está
claro que me equivoqué.
Cuando
me atraganté con mi propio error ella yacía inmóvil entre escombros, con la
mirada recorriendo las estrellas que salpicaban el cielo, con la techumbre del
edificio reposando en su regazo. El sistema eléctrico del inmueble tardó apenas
unos minutos en hacer arder las astillas que cubrían su piel. Los colores
cálidos del incendio retrocedían en la escala cuando se aproximaban a su
cuerpo, que, con movimientos entrecortados, envenenaban sus pulmones. Las
pupilas dilatadas se inyectaban en sangre, el pelo se le pegaba a la frente y
un torrente púrpura rastreaba sus encías, desviándose a escondidas por sus
comisuras, secándose al llegar a sus clavículas. La angustia no la atemorizaba,
su cuerpo ennegrecido se reducía a cenizas, pero con un leve resplandor en sus
ojos se despidió en silencio de sí misma.
Llegué,
después de semanas en un viaje familiar al que Kaiileï decidió no asistir, a
aquel apartamento consumido por la suciedad, por el olor a podredumbre. Los
libros se apilaban sobre la mesa de la sala de estar. En el techo había
goteras. Latas de conserva repletas de larvas se sucedían en la encimera de la
cocina. Dejé las maletas, los souvenirs de Turquía y el neceser aparcados en el
recibidor, tras haber retirado periódicos y envases hacia la puerta de entrada.
Un viento helador recorría el pasillo. La piel se me erizó y con el temor
anudándome la garganta me abracé a mí mismo con aire poco consolador.
-Kaii...
Kaiileï- la voz me temblaba. Intenté alzarla para que ella me escuchara porque,
pese a la situación en la que se hallaba el apartamento, sabía (y lo supe nada
más aterrizar en Oslo) que Kaiileï estaba en casa.
Sin
embargo, la voz, torturada por el miedo que ya empezaba a nublarme la vista,
huyó antes de empezar a avanzar por el pasillo. Las rodillas me temblaban y las
lágrimas empezaban a clavárseme bajo la piel. Al final del pasillo, girando a
la izquierda, el pequeño estudio al que Kaiilei y yo le dedicamos tanto tiempo,
tenía las ventanas abiertas. La puerta también estaba abierta y, sin haberme
atrevido a entrar antes en el baño y las habitaciones, entré con paso inseguro.
Al igual que en el resto del apartamento, la suciedad engullía las paredes.
Recorrí las estanterías vacías con la mirada, vi el ordenador portátil con la
pantalla apagada al lado de una lata de cerveza vacía. Fuera, al otro lado de
la ventana, el frío congestionaba el paisaje. Avancé hasta ella, exhalando un
aire helador al tiempo que me giraba, al tiempo que mi cuerpo se desvanecía
sobre mis rodillas, al tiempo en el que el temblor me provocó un dolor agudo en
el pecho, al tiempo en el que la voz regresó en forma de un aullido
desgarrador. Kaiileï, desnuda sobre el sofá, con la cabeza inclinada hacia
atrás, se descomponía en una postura antinatural. Su cuerpo, cubierto de
moratones, de sarpullidos y cortes, teñido por un color violáceo, contrastaba
con el rojo burdeos de la tapicería del pequeño sofá. Sobre ellas destacaba una
brecha profunda que atravesaba su vientre en diagonal. Se apreciaba la huella
de la sangre que descendió hasta sus muslos. Su boca entreabierta dejaba ver
sus dientes, cubiertos por una gruesa capa de sangre seca. Los celestes,
después del tiempo, apenas contrastaban con los tonos grisáceos de sus heridas.
Tenía los ojos abiertos y pequeñas larvas se arremolinaban en sus lacrimales.
No
albergué ninguna duda. Supe nada más verla quién fue la persona que produjo
esas magulladuras por todo su cuerpo, quién representó sobre su piel el estado
de su propio corazón.
Kaiileï
se desvaneció bajo los escombros de una vida descompuesta, del vacío infernal
en el que se sumía. Acabó con las paredes de su rutina asfixiada. Los cimientos
pobres en los que se sostenía su inseguridad correspondían a sus fuerzas
mínimas, a los miedos que le arrebataban el sueño, al odio con el que compartía
confidencias cada día. Mientras una noche la soledad prendía sus entrañas, ella
añadió combustible con sus lágrimas y su cuerpo ardió en llamas. Notaba la sangre
manar de ella, notaba el dolor agudo de la última despedida, el dulce regusto
que acabó con sus pulsaciones cuando el sufrimiento se perdió en el horizonte y
prometió no volver jamás. El peso de una decisión por fin tomada, conformada
por supuras abiertas, presionaban sobre todos sus miembros. Con la mirada
perdiéndose en una noche heladora su cuerpo desistió y se esfumó. Para siempre.
Destruyó un edificio aún en obras. Yo ni nadie estaba allí aquella noche. Yo
amé a una niña de veinticinco años que nunca fue capaz de amarme. Yo siempre
supe de su angustia desarmada. Nunca supe ayudarla. Nadie fue capaz de hacerle
llegar un plano incompleto, un plano que debía terminarse. Un plano que
describía su vida apenas iniciada.
La
veía como una persona más fuerte, dije al empezar a relatar el veinticuatro de
abril de 1978. Sólo sigo culpándola de forma inconsciente, yo, ahora, años más
tarde, la quiero de vuelta y, después de acusarme, de martirizarme y después de
múltiples intentos por intentar rehuir los recuerdos, las imágenes y los
olores, me percato de que siempre la quise de vuelta. Hoy la veo como una
persona que vivió con los pulmones inundados. Hoy la veo más frágil que
entonces. Hoy, en el mismo sofá rojo burdeos, vivo como vivió ella hasta el día
de su muerte.
Brutal.
ResponderEliminar(Dos cosas más que decir:
Me alegro de leerte de nuevo.
No dejes nunca de escribir.)
Un saludo (:
Bonito BLOG!
ResponderEliminarSigueme ;) muak.