No se me da bien ser
discreta. No se me da bien andar con sigilo. No sé cómo imitar al
silencio. Nunca lo he conocido. No me preocupa que el resto escuche mis
aproximaciones. Me divierte ver la sucesión de miradas que se levantan, las
cabezas que se giran y el interés de cada rostro, pintado de colores distintos.
De forma inmediata las miradas vuelven a ser atraídas por los paisajes o por
los apuntes del próximo examen. El cuerpo vuelve a una posición cómoda y la
cabeza comienza a unir los pensamientos que los desconocidos han interrumpido
con su llegada.
Ella sabe que, con unos cuantos pasos de distancia, la sigo
por las mañanas, hasta que se despide con parsimonia de la multitud que ya
llega tarde a su destino dentro del autobús. Ahí la dejo marchar. Me olvido de
ella. Las tareas me absorben. Lo sistemático dirige mis movimientos. Respiro la
rutina y la exprimo. Me gusta mi rutina. Me gustan los trayectos de camino al
trabajo. Me gusta ser una desconocida más entre tantos. Me gusta el frío de las
siete de la mañana apretando mi garganta. Me gustan los cigarrillos previos a
la hora límite. Me gusta dar clase. Me gustan mis alumnos. Bueno, algunos de
ellos. Me gusta su interés. Me gusta el ambiente y el agobio que exige mi
labor, que termina anestesiado por la dedicación que empleo en cada uno de mis
actos. Dedicación provocada por el placer que me provocan los números. Me gusta
escuchar mis tacones contra el asfalto a la vuelta, cuando con prisas el viento
me retira del regreso y llego con el aire entrecortado de nuevo a la parada. Me
gusta volver a encontrármela. Me gusta el hieratismo de su rostro, fracturado
al menos dos veces al mes por una mirada iluminada o un atisbo de sonrisa
golpeando sus labios. Me gusta bajar tras ella y mirar cómo, con torpeza, logra
abrir la puerta de su portal. Espero ver su silueta desaparecer y me meto en
casa. Me gusta el olor que me abriga allí dentro y me gusta sentarme y pensar
en el futuro, en qué podría suceder.
Pero hay algo que detesto. Que me devora, que araña mi
compostura, que me hace oscilar sobre mí misma y me hace caer sobre el lodo
que, al fin y al cabo, no es más que un amasijo desigual erguido por mis
miedos. Cada viernes salgo y me reúno con mi compañero de departamento en la
misma cafetería que da nombre al cruce. Siempre soy la que espera. Podría no
hacerlo, pero me gusta la impuntualidad anterior a la hora marcada. En el
camino un chico, casi siempre tiritando de frío, imita mi situación minutos
antes de que me halle en el punto de encuentro. Con gorro y quejas hundidas en
resoplos espera a alguien. Una mochila negra le abriga la espalda. Seguramente
su voz arrastre un punto intermedio y en su fonética alargue las eses. Pero eso
terminé por concluirlo. Me tomé la confianza de hacerlo a escondidas, cada vez
que pasaba frente a él. Cuando mi compañero y yo regresábamos para el café
habitual, él ya no estaba. La barandilla era un complemento insulso, absurdo
dentro de aquel escenario urbano. En cada regreso lo extrañaba. En cada regreso
mantenía la esperanza de pedirle a mi compañero que se fuera, apresurarme,
acercarme a la barandilla y hacerle hablar. Imaginé que con el tiempo podría
acompañarlo. Imaginé que podríamos charlar de la vida. Del tiempo, de las
emociones, del fulgor de alguna de las noches, de política, de Matemáticas, de
Filosofía, de Literatura, de inquietudes. De personas. Evidentemente ninguno de
esos temas conformaron ninguna conversación. No tuvieron lugar. Y estoy segura de
que, de habérmelo encontrado en algún regreso, me hubiese quedado callada.
Hubiese huido con la cabeza agachada.
Hablo de temas banales. Nunca de mí misma. Mi vida, mis
sentimientos y mis reflexiones están hermetizados en alguna parte de mi ser. No
sé sacarlos a colación. Mi soledad tilda el mutismo de mis iniciativas, de mis
sensaciones. Tiendo a pensar que no hay nadie que me inspire a abrir ese rincón
que encierra lo que realmente soy y que sólo con ciertas personas me veo
dispuesta a buscar la llave y enseñarle ese contenido al que callo bajo
amenaza. O a imaginarlo. Y todas esas personas son desconocidas. Sin nombre,
sin voz, sin ubicación. Por eso para mí los viernes son la cúspide de mi
desolación. En cada regreso, ante la valla agitada por el aire, el día se
derrumba ante mis ojos. Anhelo ser escuchada. No me gusta el silencio porque
es lo que la gente cree que soy. Porque es el error que construyo
inconscientemente con la precisión de los segundos marcados por un reloj.
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