Me
quedan muchos lunes y muchos martes en los que martirizarme con la pesadez con
la que comienzan las semanas. Me quedan muchos miércoles en la cafetería de Argüelles. Muchos jueves encerrada en la biblioteca de la facultad, absorta
entre los huecos vacíos que se cuelan entre las definiciones, espacios interminables
entre líneas que siempre me han llamado más la atención. Me quedan muchos
viernes entre copas, de sonrisas forzadas y de una soledad inexorable acompañándome
en cada barra. Muchos fines de semana en coma, con la mirada en la ventana y un
café amargo derramándose allí donde termina mi falda. Me quedan muchos días
para mostrarme igual de impasible que hoy. Me quedan muchos días para cerrar
puertas y nunca abrir una.
Hoy
es miércoles. Los párpados me pesan, el aire entra con dificultad en mis
pulmones. El rumor de la ciudad me ha despertado antes de la hora habitual.
Tengo la garganta reseca y las sienes me palpitan. Intento recordar qué hice el
día anterior pero las conexiones andan enredadas. Si hay algo que pueda decir
con total seguridad es que mi vida no es más que un cortocircuito constante. Me
convenzo de que seguramente acudí a algún bar, me pasé por la biblioteca y
esperé a que el silencio me sacara de allí. Con con la cabeza gacha sorteé las estanterías
y me marché. Como cada martes. No cabía esperar otra cosa. Siempre sucede lo
mismo. En cierto modo no puedo admitir brechas en mi día a día. Aunque el disco
que sigue reproduciéndose consiga cargar sobre mí toda su ira, no hay día que no
pueda levantarme sin su melodía lenta, convertida en agonía trepando por mis
extremidades.
La
ventana me transmite la misma escena que la semana anterior. Enciendo la
televisión y me hago con la cafeína suficiente como para soportar este largo
miércoles con los ojos abiertos y el corazón, más o menos, vivo, soportando una
réplica más. Hace semanas que mi móvil no suena. Lo cojo y me percato de que
está apagado. De todas formas decido darme de baja. Me prometo bajar por la
tarde a hacerlo. Me imagino girando las esquinas, evitando la mirada decisoria
del mundo que me mantiene flotando entre su aliento. Resbalo entre el vómito
urbano. Discurro entre las arterias que rodean los edificios, contaminándolas.
Apago
la televisión y miro hacia el techo. Estoy cansada del ritmo lento y sordo de
mis pulsaciones. Aburrida de la sinfonía que decora las paredes agrietadas que
se elevan desde mis pies, me froto los ojos y me noto. Noto mi piel quebradiza,
la solidez ínfima de mi cuerpo, el calor de mis mejillas embadurnadas, esta
supervivencia absurda. Miro a mi alrededor y sólo me acompaña el inmueble gris
del apartamento. Me mira con estupor. Me suplican color. Yo no puedo sacar
color de las profundidades de un pozo. Intento explicárselo, a veces intento
explicármelo a mí misma, pero las palabras no me salen. Una leve marea de melancolía
las agita por las noches y para cuando amanece todas esas frases convencionales
ya han huido a otro continente. Me han dejado sola con el dolor de una mirada
amordazada. Me froto los brazos y el reloj me dice que sólo han pasado diez
minutos. Me recuesto sobre el sofá e intento pensar. Ni siquiera puedo hacer
eso. Cierro los ojos y me quedo dormida.
Hoy
no llego a la facultad, parece que tendré que convencer a alguien de que mi
vida es como la de los demás. Salgo a Argüelles El mismo camarero de siempre
me dirige una sonrisa que soy incapaz de devolver y dejo que otro café
descienda por mi esófago. El escenario parece enfrentarse al tiempo mudo y
cargado que late dentro de mí. Las luces se cruzan, los cuerpos se esquivan y
yo los observo con calma, hundida en una silla. Los ruidos forcejean y
compiten. El avance me nubla la vista y decido marcharme de allí. No necesito
esquivar a nadie.
Abro
la puerta y vuelvo a cerrarla. Corro hacia la azotea. En las alturas de Madrid
sigo siendo la misma habitación a oscuras, la misma frase siempre inacabada.
Bajo mis pies los destinos se cruzan, se confunden, y al rato se olvidan,
desaparecen.
-Te
quedaban muchos lunes y muchos martes en los que martirizarte con la pesadez
con la que comienzan las semanas. Te quedaban muchos miércoles en la cafetería
de Argüelles. Muchos jueves encerrada en la biblioteca de la facultad, absorta
entre los huecos vacíos que se colaban entre las definiciones, espacios interminables
entre líneas que siempre te han llamado más la atención. Te quedaban muchos
viernes entre copas, de sonrisas forzadas y de una soledad inexorable acompañándote
en cada barra. Muchos fines de semana en coma, con la mirada en la ventana y un
café amargo derramándose allí donde terminaba tu falda. Te quedaban muchos días
para mostrarte igual de impasible que hoy. Te quedaban muchos días para cerrar
puertas y nunca abrir una. Te quedan apenas cinco segundos para escribir tu
propio final.
Te leo desde hace poco, pero sin duda tus palabras me cautivan. Tienes un dominio del vocabulario y las metáforas y comparaciones precioso.
ResponderEliminarEl texto me ha encantado, sobre todo el párrafo final.
BIEN.
ResponderEliminar¿Por qué escribir ahora un final cuando quedan tantos días por delante? Toda una vida está ahí afuera :)
ResponderEliminar