Estaba desarmada. Los ojos cerrados, las mejillas coloreadas
y la boca entreabierta. Las piernas flaqueaban y de pronto jadeaba encima de la
tarima. Los párpados continuaban contraídos, como aterrados, aferrándose a una
oscuridad llena de promesas, a una salida que la encerraba. Permanecí quieto en
el umbral. Su vientre se convulsionaba agitado, sus piernas, contorsionadas, se
retorcían como alambres desgastados, apunto de quebrarse allí donde comenzaban
las rodillas. La voz se le escapaba con cada exhalación. Un murmullo
amortiguado por la saliva, sonidos agudos chocando en las paredes de su angosta
garganta. El reloj del recibidor traqueteaba impaciente. Las agujas, de pronto,
parecían desplegarse, desencajarse del eje y resbalar por la superficie plana,
burlándose de los engranajes. Oía el chirrido del mecanismo, desafinado,
desalentado, acelerado, desilusionado. El paso angustioso del tiempo se coló
por mi tráquea, en seguida mis miembros se tambaleaban nerviosos, decisiones
batallando disputaban un movimiento que una inesperada y desconocida
inmovilidad me clavaba al suelo. Un vago impulso me hormigueaba en los pies,
fue entonces cuando avancé un paso. No me acerqué más, el calambre no fue lo
suficientemente fuerte, no me sentí asustado, sólo incapaz.
Esperé y su cuerpo languideció. Sus ojos se cerraron y sus
hombros cayeron agotados.
Entonces sí me acerqué. Gotas de sudor se adherían a su
frente. Empecé por quitarle el gorro de punto, la bufanda negra y los guantes a
juego. La dejé en el suelo y seguí esperando junto a ella.
Cada invierno sucedía lo mismo. Entraba en casa como una
corriente de aire helado, con el aliento entrecortado, con prendas nuevas, con
un corte de pelo distinto y con un fulgor indefinido en los ojos. Era como
abrir las puertas a un huracán que se ha dado a la fuga. Cada invierno
regresaba, caía, descansaba y pronto me esperaba con un café frío en la
terraza. Me relataba detalladamente su travesía. Me describía los planos aéreos
de las ciudades con deleite, absorbiendo cada curva mortal, cada autopista
atestada. Solía contarme que el otoño sobrevolaba el mundo más rápido de lo que
éramos capaces de percibir. Yo simplemente asentía. Para mí el otoño fue (y es)
una estación insoportable, peligrosamente lenta. El viento sólo componía una
melodía incómoda que golpeaba contra las ventanas mientras esperaba entre
páginas a que ella volviera. Lo único que verdaderamente me consolaba era salir
y saber que cada hoja que crujía bajo mis suelas era una carcajada, una queja
cargada de ironía precipitándose de la garganta de Wintumn. Y entonces el frío
de aquella estación ahogada en ocres se me antojaba hasta bella.
Sin embargo, y desconozco la razón, mientras veía cómo
Wintumn, en vez de preparar la cafetera, salía por la puerta enfundándose de nuevo
los guantes y dejando la puerta abierta tras de sí, supe de inmediato que había
estado esperándola más tiempo del habitual. De pronto me aterraba asomarme y
ver que la nieve ya se había desvanecido, que las alertas por peligro de hielo
en las carreteras habían cesado. Repetí en mi mente diversas imágenes de la
escarcha abrillantando las aceras, del paso torpe e inseguro que se abre paso
entre la nieve.
Avanzaba detrás de ella, evitando mirar al frente. Ella se
sentó en las escaleras del portal. La nostalgia se le derramaba de los ojos.
Una desazón dolorosa, explícita y atrevida se le clavaba en las comisuras, en
el esternón, en las caderas, en las rodillas, en cada rincón de su cuerpo. Lo
noté por la posición desarticulada con la que contemplaba el paisaje. Una
postura encorvada, entumecida, contraída, aguda. Unos desniveles violentos
arqueaban su espalda.
Seguí ese trayecto
pedregoso y me hallé frente a un
verde intenso, frente a una arboleda espesa serpenteando un camino decorado por
las sombras de los niños que recorrían de extremo a extremo la calle. En el
centro el sol resbalaba por cada adoquín. El cielo, monótono e inalterable
estaba despejado, saturado. Un azul intenso se perdía en el perfil de la
ciudad. Volví a mirar a Wintumn,
Repito, desconozco el motivo por el que Wintumn regresó en
primavera. Desconozco qué anomalía se había contagiado en su organismo como
para que sólo hubiese sido un otoño veloz, casi imperceptible, encarcelado en
una ausencia inexplicable que la retenía en el entramado de una primavera en
plena madurez. No sé si el invierno se había ido. Si Wintumn lo había
esquivado, si se lo había engullido las lluvias de abril o si simplemente lo
habíamos ignorado. De lo que no me cabe ninguna duda es de que era primavera y
de que Wintumn, abrigada hasta la punta de la nariz, se negaba a creerlo junto
a mí en aquel portal. Entonces entendí que ella no tenía nada que ver en todo
aquello. Que alguien le había quitado el frío glacial a esa transición
exquisita que se eleva entre el otoño y el invierno. Supe que había vagado
perdida dentro de un mundo en el que no estaba preparada para vivir. Supe que
de pronto hubo alguien o algo que ese año le arrebató su identidad. Hubo
alguien que borró los celestes de un mundo esencialmente gris, casi azulado. Y
Wintumn palidecía bajo la claridad radiante que se expandía en torno al pequeño
espacio en el que nos preguntábamos qué era lo que había pasado.
La primavera había llegado.
Si ven que sus relojes se agotan, que sus vidas tropiezan,
que comienzan a medir sus inspiraciones con cuentagotas, no me pregunten por
qué. Ya lo saben. Siempre he querido ser muy claro al respecto. Siempre he
querido subrayar lo mucho que necesito a Wintumn, cómo mi vida se escribe con
las letras de su nombre, el combustible que supone para mi rutina. Ahora quiero
destacar que ustedes también la necesitan. Desesperadamente. Antes de que yo os
la presentara. Os urge su trabajo perfectamente medido, sus sonrisas
delicadamente trazadas, su ropa de abrigo y el calor de su algarabía
improvisada. Tanto o más que yo.
Y ahora se dan cuenta. Ahora. Junio se burla de nosotros,
pero sobre todo de ustedes.
Esto BIEN. Por cierto, yo a Wintumn la imagino con su cara. Bueno, con su TODO.
ResponderEliminar