(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


viernes, 28 de septiembre de 2012

Si ven que sus relojes se agotan, que sus vidas tropiezan, que comienzan a medir sus inspiraciones con cuentagotas, no me pregunten por qué.




Estaba desarmada. Los ojos cerrados, las mejillas coloreadas y la boca entreabierta. Las piernas flaqueaban y de pronto jadeaba encima de la tarima. Los párpados continuaban contraídos, como aterrados, aferrándose a una oscuridad llena de promesas, a una salida que la encerraba. Permanecí quieto en el umbral. Su vientre se convulsionaba agitado, sus piernas, contorsionadas, se retorcían como alambres desgastados, apunto de quebrarse allí donde comenzaban las rodillas. La voz se le escapaba con cada exhalación. Un murmullo amortiguado por la saliva, sonidos agudos chocando en las paredes de su angosta garganta. El reloj del recibidor traqueteaba impaciente. Las agujas, de pronto, parecían desplegarse, desencajarse del eje y resbalar por la superficie plana, burlándose de los engranajes. Oía el chirrido del mecanismo, desafinado, desalentado, acelerado, desilusionado. El paso angustioso del tiempo se coló por mi tráquea, en seguida mis miembros se tambaleaban nerviosos, decisiones batallando disputaban un movimiento que una inesperada y desconocida inmovilidad me clavaba al suelo. Un vago impulso me hormigueaba en los pies, fue entonces cuando avancé un paso. No me acerqué más, el calambre no fue lo suficientemente fuerte, no me sentí asustado, sólo incapaz.

Esperé y su cuerpo languideció. Sus ojos se cerraron y sus hombros cayeron agotados.
Entonces sí me acerqué. Gotas de sudor se adherían a su frente. Empecé por quitarle el gorro de punto, la bufanda negra y los guantes a juego. La dejé en el suelo y seguí esperando junto a ella.


Cada invierno sucedía lo mismo. Entraba en casa como una corriente de aire helado, con el aliento entrecortado, con prendas nuevas, con un corte de pelo distinto y con un fulgor indefinido en los ojos. Era como abrir las puertas a un huracán que se ha dado a la fuga. Cada invierno regresaba, caía, descansaba y pronto me esperaba con un café frío en la terraza. Me relataba detalladamente su travesía. Me describía los planos aéreos de las ciudades con deleite, absorbiendo cada curva mortal, cada autopista atestada. Solía contarme que el otoño sobrevolaba el mundo más rápido de lo que éramos capaces de percibir. Yo simplemente asentía. Para mí el otoño fue (y es) una estación insoportable, peligrosamente lenta. El viento sólo componía una melodía incómoda que golpeaba contra las ventanas mientras esperaba entre páginas a que ella volviera. Lo único que verdaderamente me consolaba era salir y saber que cada hoja que crujía bajo mis suelas era una carcajada, una queja cargada de ironía precipitándose de la garganta de Wintumn. Y entonces el frío de aquella estación ahogada en ocres se me antojaba hasta bella.
Sin embargo, y desconozco la razón, mientras veía cómo Wintumn, en vez de preparar la cafetera, salía por la puerta enfundándose de nuevo los guantes y dejando la puerta abierta tras de sí, supe de inmediato que había estado esperándola más tiempo del habitual. De pronto me aterraba asomarme y ver que la nieve ya se había desvanecido, que las alertas por peligro de hielo en las carreteras habían cesado. Repetí en mi mente diversas imágenes de la escarcha abrillantando las aceras, del paso torpe e inseguro que se abre paso entre la nieve.
Avanzaba detrás de ella, evitando mirar al frente. Ella se sentó en las escaleras del portal. La nostalgia se le derramaba de los ojos. Una desazón dolorosa, explícita y atrevida se le clavaba en las comisuras, en el esternón, en las caderas, en las rodillas, en cada rincón de su cuerpo. Lo noté por la posición desarticulada con la que contemplaba el paisaje. Una postura encorvada, entumecida, contraída, aguda. Unos desniveles violentos arqueaban su espalda.
Seguí ese trayecto  pedregoso  y me hallé frente a un verde intenso, frente a una arboleda espesa serpenteando un camino decorado por las sombras de los niños que recorrían de extremo a extremo la calle. En el centro el sol resbalaba por cada adoquín. El cielo, monótono e inalterable estaba despejado, saturado. Un azul intenso se perdía en el perfil de la ciudad. Volví a mirar a Wintumn,

Repito, desconozco el motivo por el que Wintumn regresó en primavera. Desconozco qué anomalía se había contagiado en su organismo como para que sólo hubiese sido un otoño veloz, casi imperceptible, encarcelado en una ausencia inexplicable que la retenía en el entramado de una primavera en plena madurez. No sé si el invierno se había ido. Si Wintumn lo había esquivado, si se lo había engullido las lluvias de abril o si simplemente lo habíamos ignorado. De lo que no me cabe ninguna duda es de que era primavera y de que Wintumn, abrigada hasta la punta de la nariz, se negaba a creerlo junto a mí en aquel portal. Entonces entendí que ella no tenía nada que ver en todo aquello. Que alguien le había quitado el frío glacial a esa transición exquisita que se eleva entre el otoño y el invierno. Supe que había vagado perdida dentro de un mundo en el que no estaba preparada para vivir. Supe que de pronto hubo alguien o algo que ese año le arrebató su identidad. Hubo alguien que borró los celestes de un mundo esencialmente gris, casi azulado. Y Wintumn palidecía bajo la claridad radiante que se expandía en torno al pequeño espacio en el que nos preguntábamos qué era lo que había pasado.




La primavera había llegado.

Si ven que sus relojes se agotan, que sus vidas tropiezan, que comienzan a medir sus inspiraciones con cuentagotas, no me pregunten por qué. Ya lo saben. Siempre he querido ser muy claro al respecto. Siempre he querido subrayar lo mucho que necesito a Wintumn, cómo mi vida se escribe con las letras de su nombre, el combustible que supone para mi rutina. Ahora quiero destacar que ustedes también la necesitan. Desesperadamente. Antes de que yo os la presentara. Os urge su trabajo perfectamente medido, sus sonrisas delicadamente trazadas, su ropa de abrigo y el calor de su algarabía improvisada. Tanto o más que yo.


Y ahora se dan cuenta. Ahora. Junio se burla de nosotros, pero sobre todo de ustedes.

1 comentario:

  1. Esto BIEN. Por cierto, yo a Wintumn la imagino con su cara. Bueno, con su TODO.

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