(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


viernes, 21 de septiembre de 2012

Pero ella ahora está sola. Completamente sola.





El lavavajillas estaba dos minutos de terminar, en el tendedero un jersey de lana con las mangas aún húmedas, la lavadora vacía y unas sábanas enredadas en la secadora. Sobre la mesa azul de la cocina, los platos del día anterior, una rebanada de pan ahogándose en la pila, la puerta del microondas abierta y dentro una taza vacía. En el salón, bajo un cesto de ropa arrugada vibra su móvil. Apenas unos cuantos toques. Al fondo del pasillo, a la izquierda, en un diminuto aseo se sube los pantalones. Busca un cinturón y lo ajusta. Sobre la cama del dormitorio que queda enfrente, entre una torre ya derribada de libros encuentra su chaqueta. Se ahueca el pelo mientras se dirige al salón, busca el móvil, mira la llamada perdida, agarra el monedero y sale. Una carrera por las escaleras y un “ya llego” en la pantalla antes de llegar al portal y de saludar a la vecina que espera al ascensor.

Hay movimiento en la calle.  La gente circula con calma, alguna que otra bocina llena la orquesta del fondo. Avanza a paso a rápido, con el aliento atragantado, con el móvil resbalando, las rodillas flaqueando. El local está casi vacío. No le cuesta dar con él. Ahí esta. Apoyado en la ventana, garabateando en el mantel de papel. Eleva la mirada y la ve sortear las mesas. Sonríe mientras traza la última línea. Ella ya está frente a él. Jadea. Hoy, como siempre, sus gestos son torpes, inseguros, repitiéndose a ciegas. Se quita la chaqueta entre movimientos abortados. Tiembla. Por algún extraño motivo ella, en aquella cafetería a las doce del medio día, está temblando. Evita mirar nada fijamente. Se retira el pelo tras las orejas y rápidamente coge los cubiertos y con la misma improvisación que un niño, empieza a jugar con ellos, haciéndolos chocar, dejándolos caer sobre la mesa. Por fin levanta la mirada y una sonrisa forzada a llegar allí, casi ridícula, atreve a dibujársele en la cara.

-Hola- murmura ella en voz baja.

-Yo pediré algo dulce. ¿Quieres algún bollo? Voy yo por ellos a la barra.

Dudó unos instantes al tiempo que se distraía mirando por la ventana.

-Prefiero una hamburguesa. Con queso. Y té. Sí, té.

-Ahora vuelvo.

Mira la hamburguesa que le sirven e inmediatamente le ofrece. Niega con la cabeza.
Come apresuradamente, sin apenas respirar y sigue perdida en lo que afuera sucede, en los coches que esperan tras el paso de cebra, en los niños que corren calle abajo.

-¿Cómo te va todo?- pregunta él hundiendo la cucharilla en el café.

Mastica precipitadamente y parece percatarse de que él sigue allí.

-Va bien. Un poco ocupada últimamente. Siento que apenas tengo tiempo para ducharme. Mi casa se ha convertido en un caos insoportable y bueno, supongo que algo desorientada por la mudanza. Pero bien. Sí.

-¿Te gusta la ciudad?

Vacila unos instantes, tratando de tragar el último trozo de su hamburguesa.

-Apenas la he visto. Como ya te he dicho, ando muy ocupada.

-Debería sentirme afortunado, porque pese a ello aquí estoy, contigo- él ríe y le da el penúltimo trago a su café.

Ella asiente con la cabeza, se lleva la servilleta a la boca y se encoje de hombros.

-Me gusta verte de nuevo. Siempre he creído que el invierno te favorece.

-Gracias- responde ella mientras se acerca la taza para oler el té.

Él da su último sorbo al café y espera a que ella dé por finalizado el encuentro. No lo hace. Se dirige a la barra y paga. Regresa a la mesa y mientras ella mira a la calle mordiéndose las uñas, recoge su abrigo y se dirige a la puerta. Ella lo sigue.

-¿Qué quieres hacer?

-No lo sé. Cualquier cosa. Lo que tú quieras- saca una cajetilla de tabaco del bolsillo, enciende un cigarrillo y se retira el flequillo hacia atrás. Está cansada.

-Bueno, es que yo tenía planes. Pero puedo acompañarte a donde tengas que ir.

Su mirada se congela, sus labios tiemblan y rápidamente se deshace del cigarrillo.

-¿Tienes que irte ya? Si quieres podemos ir a aquel pub. No recuerdo su nombre. La música no es tan mala.

O a la rotonda paralela al cruce. También estaba aquel mirador, un poco alejado pero creo…

-Lo siento. Si quieres podemos ir este sábado. Hoy ya no puedo. ¿De verdad que no quieres que te acompañe?

Aleja la mirada y la enfoca al final de la calle. La fija ahí, se recoge sobre sí misma y vuelve a mirarlo.

-Déjalo. No pasa nada. Ya te llamo. Gracias por la comida de hoy.

Y se va en sentido contrario a su dirección habitual. Sube la calle con paso lento, resoplando y con el frío colándose por sus tobillos. Cuando llega al final retrocede, da la vuelta y regresa.




No lo conocía demasiado. Sólo se lo presentaron y le resultó agradable. Un buen tipo. Atractivo, sensato, decidido. Lo había llamado un par de veces y habían congeniado. Más o menos. Ella notaba que él la aliviaba. Nunca hablaban mucho. Apenas se miraban. Pero estaba con alguien. Comía y se sentaba junto a alguien. Miraba a breves intervalos a una persona y él le devolvía la mirada, sólo que la mantenía. A veces la atravesaba.
Lo necesitaba. Necesitaba saber que estaba allí, con ella. Necesitaba compañía, instantes compartidos a los que aferrarse. Y sin saber cómo salvar los encuentros y cómo convertirlos en ratos amenos, temía perderla repentinamente, de forma inevitable tras una retahíla de fórmulas de cortesía que se clavaban en sus pulsaciones desbocadas.
Siempre había estado sola. Siempre había vivido y trabajado sola. Sola. Vivía atada a una soledad para muchos insoportable. Ella se habituó a ella hace mucho, cuando aún era capaz de dirigirse a alguien sin sentirse ridícula, sin sentirse una completa extraña. Y, sin embargo, le aterraban los días en silencio, el eco infinito de sus pasos en el corredor, su cubertería reducida, su armario casi vacío, su único juego de toallas y sus semanas a solas escondiéndose en la terraza, esperando ver llover. Aquello que más la consumía era lo que realmente era. El lugar que más temía era aquel en el que vivía.
La silueta desfigurada de su espalda cada mañana, el único reflejo que acertaba a descubrir cada día en el baño, las noches en vela, las tardes revolviendo papeles, su única presencia se presentaba cada día y la obligó a vivir con miedo. Miedo a sí misma. Un terror insoportable a la soledad.

Y ella estaba completamente sola. Cada mañana. Cada tarde. En cada comida, a solas en cada cena, sola entre miles de transeúntes tropezando unos con otros, sola cuando salía y entraba en casa, sola cada fin de semana, sola en cada canción, sola en la cama. Sola en sus intentos desesperados por hacer que aquello cambiara.

Acurrucada en un rincón de la terraza, mientras el llanto le desfiguraba la cara, lamentó no haberle suplicado que se quedara. Ella podría haber sido todo lo que él hubiese querido que fuese, hacer todo lo que él quisiese que hiciese. Ella podría no estar sola ahora y él, apenas un desconocido con tiempo, ya estaba lejos. Ella podría haber hecho cualquier cosa.



Pero ella ahora está sola. Completamente sola.

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