-Promete no contar
conmigo. Promételo.
El cigarrillo se consumía entre sus dedos. Apuraba con
deleite el último del paquete. Refugiados bajo una entrada del centro comercial
nos resguardábamos del granizo. Volvió a enrollarse la bufanda en torno al cuello
con ademán distraído. En pequeños grupos la gente corría hacia dentro. No les
prestaba atención. Ni siquiera al hielo que se partía al chocar contra el
suelo. Miraba más allá de la niebla que se cernía sobre el aparcamiento. Un
pensamiento la mantenía ocupada.
Quizá fue una tontería comprobar que ella también me
necesitaba. Sin embargo el miedo a fallarme, a fallarnos, era más fuerte. Tras
el primer roce un ataque histérico la despegó de mí aquella y todas las noches
que la siguieron. Entre lágrimas sofocadas me imploraba que me alejara, que no
era a ella a quien yo buscaba, que no era ella a quien yo debía querer. Inmóvil
observé cómo se dejaba caer sobre el suelo. Negaba con la cabeza. Nerviosa se
retiraba el pelo de la cara, se frotaba los ojos y murmuraba:
-Créeme, por favor, créeme. No soy yo, no lo soy.
Cuando se tranquilizó simplemente decidió enfrentarse,
convertirme en su enemigo. Tan sólo se limitaba a intentar hundirme, a herirme.
Cada ataque iba acompañado de una mirada suplicante. Desconcertada y al borde
de las lágrimas ante mi impasibilidad espetó:
-¡¿Qué?! ¿Soy yo la que tiene que irse? ¿Qué más necesitas
para darte cuenta de que no soy quien crees que soy? ¿No te lo advertí cuando
aún podía hacerte reír? No me lo hagas más difícil, por favor.
Advertí sus intenciones en cuanto cesaron los primeros
sollozos. Ella era la primera imagen con la que despertaba y ya echaba de
menos, un juego infantil no descalabró mi firme convicción, la seguridad con la
que la miraba y sabía, sin lugar a dudas, que era ella. Que siempre fue ella.
La abracé, la retuve toda la noche y con recelo se dejaba caer en mis brazos en
cada despedida.
-Promete no contar conmigo. Promételo.
Fue rápida. Al tiempo
que lo decía me esquivaba. No parecía aliviada. Tampoco quiso advertirme, sólo
quería que, aún respirando a apenas cinco centímetros el uno del otro, la
necesitase y la quisiese a kilómetros de distancia. Sólo se adentraba en
terrenos desconocidos. Sólo estaba perdida, desorientada, terriblemente
asustada. Trataba de mirarse y no ver heridas. Y aunque oía cómo latía
desesperadamente a mi lado, la entendía. Nadie quiere herirse y curar las
heridas con un dolor prolongado, pero yo la quería. Me importó su dolor, de
hecho también me dolió. Sin embargo no pude sofocarlo alejándome de ella.
Permanecí a su lado. Y a veces el escozor es insoportable. Necesitarla del modo
en el que la necesito abre todas las heridas. Sinceramente, prefiero
arriesgarme siempre que las heridas lleven su nombre.
-Lo prometo- mentí. El granizo cesó, el silencio se instaló
no sólo entre nosotros, invadió toda la atmósfera que ella consumía con cada
calada.
Y sonrió. Sí, estoy completamente seguro de ello. Sé que no
me equivoco. Aún llevo esa sonrisa clavada en mí.
Me gusta, Rocío, me gusta mucho.
ResponderEliminarEres una persona realmente intensa.