(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


domingo, 25 de octubre de 2009

Una cosa que no hace otra cosa más que amarte.


Cuando ella tiró el vaso al suelo yo estaba acuclillado en una sala forrada en periódico. Oí como sus gritos jugaban al escondite. Sus gritos eran como niños, desordenaban todo lo que veían a su paso y de vez en cuando por las prisas de encontrar el escondite topan con un jarrón, posándolo sobre el suelo ya sin forma. Esperé un poco más y bajé las escaleras con un papel arrugado entre mi mano derecha. No estaba ni en la cocina ni en el recibidor. Cruzé el pasillo y tembloroso giré a la derecha. Su cuerpo yacía horizontalmente sobre el sofá. Estaba boca abajo, la giré. Sus manos estaban bañanadas de color rojo y los cristales seguían intactos entre su piel. Su mirada estaba vacía y aún sudaba. Cogí el papel arrugado y, después de haber quitado los cristales, cubrí la herida. El papel adquirió el color de su sangre. La cogí y la acomodé en la parte trasera de mi coche, arranqué y me marché a una velocidad de 140 kilómetros por hora en mi seat de segunda mano. Miré la hora y asentí. Cuando conseguí sacar su cuerpo del coche me dirigí a la recepción del hospital y la subieron a la planta 5, no sabía qué urgencias trataba esa planta. Metí una moneda de un euro en la máquina expendedora y empecé a comerme una chocolatina.

Una enfermera con nariz achatada y ojos azules me dijo que podía subir ya. Me dijo que el número de la habitación era 522 y me acompañó hasta ella. Abrió la puerta y sonrió. Forcé una sonrisa y miré a mis pies. Andaban involuntariamente, ahora entiendo que no tenían miedo alguno. Ahora entiendo que ni desde el primer momento en el que la vi casi inerte sobre el sofá sentí el más mínimo signo de temor y sabía el porqué, y me lo sabía muy bien. Salí corriendo de la habitación y volví a arrancar el coche, esta vez a 180 kilómetros por hora, abrí precipitadamente la puerta y lo cogí. Regresé al hospital y hize el mismo recorrido que antes había hecho con la enfermera de ojos azules. Esta vez abrí solo la puerta de la habitación 522 y esta vez si que la cerré estando yo dentro. Avancé el pequeño pasillo y la vi sobre la cama. Tenía los ojos abiertos de par en par, miraban a los fluorescentes. Se desviaron cuando sus oídos oyeron mis pasos. Sonrió. ¿Me has leído bien? Porque la felicidad consigue nublarme ese recuerdo. Me acerqué.

-¿Qué tal?

-He leído la envoltura de mis vendas.

-¿Y qué ponía?-dije intentando parecer inocente.

-Tú eres mi anhelo.

-Ah.

-¿No me vas a preguntar si me ha gustado o algo?

-No, eres mi anhelo te guste o no. Cuando cubrí tu mano con ese papel me reía a carcajadas. Sabía que tú sabías cuáles eran mis verdaderos anhelos y que tú sola serías capaz de salvarme.

-¿Salvarte?

-Sí, inconscientemente pides ayuda. Estaba acuclillado en la esquina de mi cuarto ahogando a mi corazón y mordiéndome la lengua cuando te escuché.

Cerró los ojos y se giró, dándome la espalda.

-Te he traído algo-dije.

Se giró y miró mis manos. Volvió a girarse cuando vio que mis manos estaban vacías.

-No seas tonta. Te he traído tu gorro.




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