(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


viernes, 30 de noviembre de 2012

Dese prisa, por favor, dese prisa.




Dese prisa, por favor. Dese prisa.

Golpeo nerviosa el mostrador con la punta de mis deportivas. Comienzo a morderme las encías. El sabor a sangre pronto envuelve mi paladar. Trago saliva, miro impaciente por encima del hombro de la clienta que se demora delante de mí.

Dese prisa, por favor. Dese prisa.

Coge las bolsas, emprende el paso, me mira, se espanta, se coloca las gafas de sol en un rápido gesto y me da la espalda. Avanzo hacia el mostrador. La dependienta da un paso atrás. Su compañero me examina con descaro, pronto se retira hacia los almacenes. Deposito frente a ella el vestido blanco que perfila la cima de mis rodillas, cuyo escote traza una línea suntuosa y delicada sobre mi pecho, cuyos volantes me rozan los muslos como una ligerísima brisa. Encima de él dejo caer la ropa interior, algo atrevida, de vértices violentos, de un perfil afilado, de un gris azulado. Los zapatos de tacón vienen los últimos. El tacón, que dibuja una línea recta casi perfecta, se eleva imperioso. Las curvas se dejan caer, el negro mate las convierte en una travesía trepidante, peligrosa.
Lentamente la dependienta registra los artículos. Me dirige miradas rápidas, interrogantes, acusadoras, compasivas en ocasiones. Su voz aguda se pierde entre el sonido de las teclas que pulsa sin ni siquiera mirar mientras me pregunta el modo de pago. Le entrego la tarjeta. Mi documento de identificación. Hay ciertas cosas que ya se han acabado para mí, la voz es una de ellas.
La banda magnética resbala. Lenta, muy lentamente.


Dese prisa, por favor. Dese prisa.


Champú. Desodorante. Barra de labios. Delineador. Rímel. Base de maquillaje. Peine de púas finas. Perfume. Sombras oscuras. Gel. Esponja.
Una mujer erguida, tensa, con el pelo pegado a los pómulos y con los ojos hundidos me mira. Las clavículas sobresalen. La palidez se extingue en las cuencas de sus ojos, en las que el cansancio ya yace inconsciente. Unos dedos alargados no dejan escapar los artículos que se le resbalan por lo antebrazos.  Me escruta bajo la sombra del flequillo. De pronto sonríe. Una sonrisa ancha, radiante, desvergonzada. Me atuso inútilmente el pelo y me miro con mis ojos. Sigo sonriendo. Es la primera vez que no veo a esa mujer asustada. Es la primera vez que esa mujer me sonríe. Es la primera vez no huyo de mí misma.
Los artículos se dejan caer sobre la cinta. Esta dependienta me ignora. Ejecuta sus movimientos mecánicamente. Sus gestos hastiados me impacientan. Le entrego la tarjeta.

Dese prisa, por favor. Dese prisa.

Meto la llave en la cerradura. Atravieso el pasillo sin vacilar, sin tropezar, sin apegarme a la oscuridad. Bajo la ducha dejo que el agua hierva, que mis poros se dilaten, que mi espalda se estremezca al esquivar el ardor que se adhiere a mi piel. No quiero la toalla. Del segundo cajón del mueble saco los productos de depilación y empiezo con las ingles, sigo con las piernas y termino con las axilas.
Termino de vestirme, deleitándome con el tejido de mi nueva ropa interior, con la curva de mi pecho, con el lunar que adorna mi hombro izquierdo. Los volantes del vestido revolotean alrededor de mis piernas. Una nueva ligereza, totalmente desconocida, se presenta, me atrapa, empuja a mis pies, que ya se mueven como descoordinados, recién sorprendidos.

Date prisa, por favor. Date prisa.

Me maquillo. Un maquillaje contrastado. Enmarco mis ojos bajo colores violentos, oscuros, con trazos gruesos y pronunciados.
El pelo aún está húmedo.

Los tacones ya repiquetean impacientes mientras bajo las escaleras.
Hace frío. Aumento mi velocidad. Corro entre la maleza. Una leve lluvia me golpea la nuca. Respiro. Mis pasos se disparan. La ciudad me saluda, se agacha, me abriga y se despide. Es la primera en hacerlo.


Date prisa, por favor. Date prisa.

Un coche frena. Me veo reflejada. Sonrío. Sólo las despedidas desvelan las siluetas más tiernas de mis facciones. Sólo las despedidas adulzan mi figura. Tenía que ser ésta la que definitivamente me devolviese la imagen de una mujer por fin bella.

Corro. El aliento se agota.

La boca de la pistola roza mi sien. Le susurra. Creo adivinar unos versos de Baudelaire repitiéndose entre la tormenta, entre el milímetro que separa el arma de mi cuerpo.
Acaricio el gatillo. Lo estimulo, lo manipulo, lo excito. Aprieto.



Salgo precipitado de su garganta muda, escalo aterrado su lengua inerte, inmóvil.

Yace al final de un callejón sin salida, consumido en la oscuridad. La miro inquisitivo. Espero una respuesta. Espero a pronunciarme. Espero a asaltar alguna cama, algún cuerpo que, al escucharme, acuda a salvarla. Espero entre lágrimas a que la sangre que salpica su cuello retorne a sus vasos sanguíneos. Miro a mi alrededor y ella conforma la única silueta que se contornea a lo largo del escenario desgastado, descuidado y oscuro que la acoge entre las sombras.
Quise salir antes. Quise sonar en todas esas tiendas. Quise hablar cuando se bebía las lágrimas. Quise suplicar cuando perseguía al dolor. Primero me hundí en su estómago, hasta perderme en sus entrañas. Luego me olvidó. Fui una de esas cosas que se le acabaron antes de que se le agotaran los latidos. En su día fui una voz monocorde, con tímidos contrastes. Hoy soy un grito. Un aullido que ha escapado de un final imparable. Un grito mudo, sumido en el más absoluto silencio.


Me acerco y la miro. Es cierto. Nunca había estado tan bella. La gran despedida la ha cambiado por completo. Mira al vacío, pero su mirada por fin se ha cargado de significado. El sufrimiento, la agonía y la melancolía han sido remplazados por una débil sonrisa que nadie va a poder inmortalizar.


Porque aquí no hay nadie.
Nunca hubo nadie.
Sólo estoy yo.







Y ya me estoy yendo.







Dese prisa.
Por favor.
Dese prisa.



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