(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


sábado, 21 de mayo de 2011

Descubrí que para desaparecer hay que apagar las luces y así hice yo.



Querías que te respondiera y que te contase cualquier cosa que me asaltara la mente, ¿recuerdas? Ha pasado mucho tiempo desde que recibí tu carta. No tanto desde que la leí. Hace un año que vi esta carta en el buzón y hace ocho horas que despegué la solapa del sobre. Te pido disculpas. Las manos me temblaban demasiado, no he podido abrir los ojos antes. Llevo trescientos sesenta y tres días con la mirada desenfocada por las lágrimas y cuando ayer desperté con la clara nitidez de un nuevo día, me quemó tanto la uniformidad del mundo, que me refugié en las frías sombras de mi garaje. Con todo, ya estoy aquí y mi intención no es más que contarte qué hago, quién soy y cómo ando. También aprovecho para decirte que voy a romper mi promesa. Cuando te despedí en el recibidor te prometí que cogería un avión el uno de agosto de este año para ir a visitarte. No voy hacerlo, ya entenderás por qué.




Tenía once años cuando vi por primera vez la lluvia caer de verdad. Estaba llorando debajo del manto, entumeciéndome, oscilando sobre el suelo encharcado, dentro de mis deportivas. Aquel día decidí dejar de ser niño. No sé cómo con un corazón tan joven decidí extirparme sin más la inocencia. Recuerdo que mi madre estaba chillando tras la puerta de su habitación. Yo tenía que decirle que me apetecía ir a casa de la vecina y me dijo que desapareciera. Nunca he sido un chico demasiado avispado, pero me repetí esa palabra hasta que conseguí desaparecer. Mi padre lo hizo entre rejas y en casa se teñía de invisibilidad con alcohol y jeringuillas. Mi madre le empapaba las rodillas de lágrimas mientras le suplicaba que parara. Él le escupía en la cara y de pronto desaparecía tras las puertas. Yo miraba desde las esquinas con aire cansino. No sé si alguien me veía, no sé si lamentaba aquella situación. En el momento en el que veía a mi madre irritada por las lágrimas no movía ni un músculo de la cara, mi corazón se convertía en un continente helado y sólo el calor de mis lágrimas en la madrugada lograba perforar las esquinas del hielo que se extendía día tras día a través de mis órganos. Con esto quiero decir que estaba bastante acostumbrado a esa palabra. Siempre que pedía que alguien me preguntase la lección, me pedían que por favor me borrara del mapa, y yo simplemente me iba a mi cuarto a repetir los epígrafes frente al escritorio. Pero aquel día pensé que debía entender bien el significado de esa palabra. Viví cuatro años más memorizando los pliegues de la pared de mi habitación. Decidí marcharme a tu casa a los dieciséis años, eso ya lo sabes. En cierto modo me salvaste la vida. Los ecos acabaron por robar el sonido de mi voz y mi espejo empezó por ignorar las luces y llegó un punto en el que yo dejé de reflejarme en él. Descubrí que para desaparecer hay que apagar las luces y así hice yo. Un día, cansado y con miedo de ser engullido por los seres que empezaban a habitar mi mente, acudí a tu puerta y tú me abriste con una sonrisa que me encargué de borrar estos años atrás. No era mi intención volver a marcharme sin agradecerte todo lo que habías hecho por mí. El motivo fue mi segunda huída, esta vez a Sendai. 


La segunda vez que me escapé no fui solo, en las tres horas que duró el viaje fui con Natsuko. La conocí contigo en aquel locutorio. La chica que estaba detrás del mostrador con la chaqueta blanca. La forma en la que sonreía me hizo pagar cuatro horas de Internet. Empecé a ir con frecuencia a aquel locutorio, hasta saber cuáles eran sus horas de entrada y de salida, los días que trabajaba y los días que no. 
Ella, una tarde de verano, me invitó a un cigarro. Salí con ella y fue la primera vez que no me molestó atragantarme con el humo de un cigarrillo.


-¿Qué estudias?- me preguntó mientras se escondía detrás de una nube de nicotina.


-Intenté ingresar en la Unversidad de Tokio, pero aún no es el momento.


-Aún no es el momento...-repitió ella- ¿Por qué vienes a verme casi todos los días?


Me alargué en un silencio incómodo y le dije que el motivo se alzaba en sus comisuras. 


-Me llamo Netsuko- me dijo- Te la regalo si algún día me llevas contigo a Sendai. 


Y se marchó. Estuvo sin ir al locutorio durante dos meses. En realidad nunca volvió. Di con ella en la cafetería de Shinjuku. Esta vez ella me invitó a un refresco y le hablé un poco de mí. Le expliqué que había desaparecido hace años y asintió con la cabeza. Cuando se terminó su bebida, pagó y me dejó allí, clavado sobre un asiento en que antes de mí se habían sentado, posiblemente, cerca de un centenar de personas más. Cuando le hablaba de mí podía ver cómo a veces me dedicaba una pequeña mueca en forma de sonrisa y fue entonces cuando sentí que mi piel se convertía en algo más humano. Con el paso de los años entendí que, si hasta entonces había sido invisible, era porque no la había tenido a mi lado. 


Así que después de darme cuenta de que tenía una sombra y se proyectaba siempre que el sol atravesaba su cuerpo, decidí irme con ella a Sendai y, cuando bajamos del tren y nos alojamos en un pequeño motel, ella me regaló una sonrisa. 
Con el paso de los amaneceres, Ryo vino para sustituirlos y yo no necesitaba más que su inagotable curiosidad y la sonrisa de Netsuko para ver la luz del día. Nunca más volví a estar a oscuras. 


Tu hijo nunca se movió de Tokio y yo ya había hecho unos cursos a distancia. Cinco años más tarde le informé de ello y me invitó una semana a Tokio. Yo los dejé en Sendai y la última imagen que recorre en círculos mi cabeza es la mano de Ryo agitándose de izquierda a derecha y la de Netsuko sonriéndome tras el pelo que el viento le clavaba en los labios.
Me alojé en su casa y fue entonces cuando me di cuenta que trabajar en un banco podía ser lo mío. Le ayudaba en sus quehaceres, me enseñaba la nueva cuidad que nunca dejó de crecer y, en los últimos días, le pedí que me dejase ser un poco más activo, así que le ayudé con los informes y las cuentas. Esta historia dejó de tener sentido el día en el que yo salí de una oficina de diseño gráfico. Aquella mañana yo había dejado unos proyectos por petición de mi primo. Cerré la puerta tras de mí y Tokio se agitó por dentro. Emitió un bramido y los edificios se balancearon. Unos esquivaban la polución, los más altos las nubes que amenazaban tormenta. Yo dejé de respirar bajo sus sombras. Pensé que aparentando ser un bloque de cemento, el miedo no se apoderaría de mí. Y con los miembros anestesiados del miedo veía cómo Tokio enrojecía bajo la negrura del asfalto. Bullía en él una furia que congelaba las pupilas de los transeúntes. La sangre de nuestras arterias palidecía. Las pieles se convertían en mudas y se hundían en los músculos. Ellos, al igual que yo, interrumpieron su respiración voluntariamente y, para disimular sus pieles muertas, escondían las manos en los bolsillos. De ese modo, la ciudad era más ciudad y no tardó en percatarse de nuestras intenciones. Se negó a tener que soportar más edificios sobre sus piernas y de una sacudida obligó a los humanos disfrazados de color grís a coger aire para descongelar el terror contenido en sus gargantas. Cuando el miedo se derritía, la voz ardía, llegaba veloz a los corazones y éstos se deshacían en latidos mudos, sordos, agitados. Tuve miedo de morir bajo las cristaleras, las costillas me hacían daño y no podía seguir de pie cuando en realidad lo único que me aterrorizaba era concienzarme de que, quizás, ya nadie me esperase en Sendai.


Japón sufrió un ataque al corazón y las personas, para curarlo, le dejamos parte del nuestro bajo los escombros. Tardé cinco días en regresar a casa. Con un nudo en la garganta soporté los controles, el terrible chirrido de las noticias y los llantos de las personas que habían perdido una parte de ellos bajo los temblores y las fuertes sacudidas que las olas embestían contra las costas. 


Bajé del autocar, salté ruinas desmembradas y, cuando llegué a mi destino, nuestra casa había sido arrastrada por la fuerza del mar. Busqué entre la maleza, entre la madera roída y tras la ausencia de vida y no encontré nada más que el viento soplándome en la nuca. Ellos no estaban y aún sus cuerpos no han sido encontrados. Me alivia pensar que quizás pudieron escapar de la tormenta agarrados de la mano, que me recuerdan mirando álbumes de fotos o cosas así. Mis latidos lo quieren así, pero vivo en una lucha constante, pues mis pensamientos dicen que sus cuerpos subyacen bajo los ejes de los edificios, que se han teñido de un azul oscuro por refugiarse demasiado tiempo en las tinieblas del océano. Y yo dejé existir en Tokio, cuando me percaté de que mi vida se había esfumado con sus alaridos y sus uñas clavadas en la piel del otro. Hace muchos años decidí desaparecer, pero aquel once de marzo el mundo tomó una decisión. Me marcó los segundos y me dio fuerzas para mantenerme de pie. Me pidió mi corazón y, a cambio de que lo llevase junto a los de Netsuko y Ryo, se lo dí. Desde entonces no soy nadie. No existo. Me desdibujo tras la agonía que se lleva el poco oxígeno que me bebo. Estoy muerto y por eso no puedo ir a verte. Estoy enterrándome bajo recuerdos. Estoy quemándome con la rutina. Estoy huyendo por tercera vez. Estoy muriendo en un cuerpo vacío. Le has escrito a un cuarto verdeoscuro en el centro de Tokio. Espero que a ti te quede algo por lo que seguir viviendo.

6 comentarios:

  1. Dios, lo he leído como tres veces.
    Me ha encantado.

    ;)

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  2. Me ha dejado el vello de punta. Es magnífico =)

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  3. Me he quedado helada. Perfecto, Rocío.
    Un beso.

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  4. Cómo escribes Rocío, cómo escribes... <3

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  5. He estado entre tus líneas, claro que he estado entre tus líneas.. para no estarlo. Me gusta mucho tu blog, y tus fotos son increhíbles. ¡Pasa una buena semana! :)

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  6. Me quito el cráneo ante ti, Rocío.
    El primer párrrafo me ha enamorado, sin embargo para el último no tengo palabras que lo definan con la exactitud suficiente.

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Tic tac. Déjame tantos segundos como quieras.