(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


lunes, 20 de septiembre de 2010

Fuegos artificiales en mis entrañas.


-Llévame a dar un vuelta.- le supliqué.


La lluvia arreciaba en la calle. Más fuerte golpeaban mis lágrimas sobre el cuello de mi jersey.

Él me miraba intrigado. No arrancaría hasta que no le diera una explicación. Podría esperar, que el coche no iba a arrancar esa noche.

No tenía el suficiente ánimo como para salir y calarme los huesos. Me deslicé hacia la parte trasera del coche e intenté conciliar el sueño. Imposible.

Oía sus inspiraciones y notaba como las interferencias de la radio se colaban en cada exhalación. Me asustó mi repentino ataque de tos y me agazapé bajo mis brazos. No quería oir.

Me rozó con la yema de sus dedos los hombros. Brinqué del asiento y me alejé todo lo que me podía alejar. Me resguardé el rostro entre las piernas y noté las lágrimas empaparme las rodillas. Le miré. Los ojos no le brillaban. Sin embargo, su cosnternación relucía en la oscuridad. Tuve que desviar la mirada porque los ojos me escocían.

Aturdida, me perdí entre las mangas de mi abrigo. La sangre se me heló cuando oí al motor del coche rugir. Avanzábamos a 80 kilómetros por hora a través de una cortina de agua. Él miraba al frente, relajado, pasivo. Apagado. Ya nada brillaba en él. Ni siquiera indiganción.

Inmediatamente me sentí culpable. Busqué las palabras para explicarme. No las encontré. No podía explicárselo. De pronto el terror me invadió y sentí el impulso de salir. La lluvia me arropó en apenas dos segundos y noté como el frío me hacía temblar. Mis dientes castañeaban y mis manos cada vez adquirían un tono más violáceo. Me tambaleaba sobre mí misma. O quizás era el suelo. Un terremoto de desgracias que me ofrecía su castigo. Me tumbé en el suelo y el agua me cubrió, dejando mis ojos y nariz flotando sobre un cuerpo que yacía inerte bajo el agua.

No escuchaba nada. La lluvia sonaba dulce y no pude evitar tranquilizarme.

Me acordé de repende de que, lo que quería decirle, era que le quería. Me escondí en los charcos esperando que no se riera de mí. Esperando que el odio no se apareciera en sus ojos.

Me cogió en brazos y me metió en el coche. Me recosté en el asiento y me dormí con la vibración del motor trepando por mi cuerpo.

Desperté con los ojos secos. El cielo rayaba de tonos pastel el horizonte y las nubes se apoyaban en las cordilleras. Es sol agitaba sus manos entre los valles y mi corazón se iluminó.

Me percaté de que el motor aún rugía. Me di cuenta de que no estaba sola. Lo recordé todo y en mi interior los interruptores se cerraron. Cuando tuve el suficiente valor como para mirarlo de soslayo me dijo:

-Te he llevado a dar una vuelta.

Click. Fuegos artificiales en mis entrañas.

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