(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


viernes, 9 de abril de 2010

Nunca.


Nunca me planteé la idea de vivir acoplada en un rutina deshecha en algunos trazos de la vida acompañada de alguien. Siempre imaginé un futuro con una mesa en la cocina, con dos sillas, un centro de mesa barato y sólo un plato y una servilleta a la hora del desayuno. Una casa con dos habitaciones grises y desamuebladas. Tristes y sucias y, una de ellas, mía. Un salón con una estantería repleta de libros. Todos míos. Soñaba con abrir los ojos y desmenuzarme poco a poco en bostezos, como los bizcochos o como el corcho. De esos bizcochos que saben amargos y como esos corchos que te hacen rechinar los dientes. Ásperos. Y salir a un despacho, con calzado cómodo, el pelo recogido y las sombras tatuadas en los párpados. También solía soñar que cuando me sentaba en la silla, las letras fluían y se filtraban en el papel, transparentes, limpias e impecables. Veía la sonrisa tirando de mi orgullo y veía la tranquilidad colgando de mis pulmones. Después, cuando acababa, la sonrisa se torcía en una mueca sobria y terca, anulando la tranquilidad inquieta que me revolvía el estómago de felicidad mientras trabajaba. Tampoco lo convertía en nerviosismo, sólo se estabilizaba en un expresión seria y un ánimo arrastrado, como apagado. Sabía que en la cama sólo me esperaban las sábanas, la almohada y algún que otro sueño emborronado con experiencias vacías y con trayectos resueltos en simplicidad. Sueños monótonos y poco dinámicos. Nunca supuse que su camiseta a cuadros y sus vaqueros desgastados figuraran desordenados encima de mi cama y enrredados entre las sábanas. Al igual que nunca supuse que, desde ese momento, en los desayunos en vez de un plato sobre la mesa, hubiera dos. Tampoco predije que en ese concierto apareciera, de repente, tras la bruma que ascendía de las camisetas de las personas que, extasiadas de música, saltaban sobre la plataforma, su pelo revuelto y sus ojos cansados. Nunca me supuse nada de eso y nunca he creido en lo que ante mis ojos se presentaba. Porque en algún momento pude creerme alguno de mis sueños, así como me creí cuando era pequeña de que el color gris era gris. Al fin y al cabo es lo mismo. Pero nunca he creído tocarle porque se me hace inmenso plantearlo. Cuando le rozo es tal la sacudida de felicidad que me recorre la espalda, que pierdo el sentido y el corazón me estalla, saliendo el resto que queda de él en los besos que disparo involuntariamente sobre sus labios. Es un movimiento involuntario. Es como el respirar y como el pestañear. Sé que si dejo de hacerlo me venceré en algo parecido a lo que antes eran mis noches. Aún no me creo que realmente exista, porque me siento tan gigantesca que el mundo se está presentando diminuto ante mis pies. No sé si lo que azota con fuerza mis venas es felicidad, amor o simplemente bienestar. Eso no te lo puedes creer. Eso no es como los colores. Yo lo que siento es que mis palabras se humedecen en deseo cada vez que el picaporte de mi habitación se gira para dar paso a lo que supone una oleada de risitas escondidas detras de sus orejas. Siento que el corazón se me sale del pecho y que la sangre me corre a trompicones por todo el cuerpo. Siento que esto me anestesia las heridas, que me anestesia la vida y me eleva a algo infinitamente mejor. Algo que me protege del ruido de los coches y del humo de los bares. Algo que, justo ahora, me observa ,con ojos entornados, a través de la mampara de la ducha. Algo que, dentro de un poquito, agitará todo mi sistema nervioso.

2 comentarios:

Tic tac. Déjame tantos segundos como quieras.