(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


miércoles, 18 de noviembre de 2009

¿Cómo sonaban las dunas al cantar?


Me invitó a salir del cuarto con mirada incrédula y juguetona.

-¡Tu la llevas!- dijo pegando saltitos.

Miré por la ventana y salí tras él, cuando llegamos jadeantes a la playa estiró los brazos con los ojos cerrados, y con los puños fuertemente apretados dijo:

-¿Cómo suenan las dunas al cantar?

-Suenan igual que los suspiros. Escucha.

Pedro se sentó y dejó caer la arena entre sus dedos, observando la arena con cierto aire de indiferencia, como si todos los días hiciese escapar la arena de entre sus dedos y prestase atención al sonido de las dunas. Entrelazó su mano con la mía. Le temblaba todo el cuerpo y sus mejillas enrojecían. Empezó a tartamudear, siempre que se alteraba comenzaba a tartamuedar, atrancándose en las t y en las las p.

-Me ... me...- no terminó la frase y sacó un papel con un lápiz y comenzó a escribir sobre él. Lo dobló y lo metió en el bolsillo de mi chubasquero.

-Me gustas- dijo al fin.

-Entonces lárgate- dije escondiendo mi cara entre las rodillas.

No dijo nada. Permaneció inmóvil suspirando, una y otra vez. Chasqueando los dedos nervioso y inquieto. Siguió suspirando bajo las gotitas de lluvia que empapaba sus pestañas, enrredándolas con el pelo que caía sobre su frente. Me dormí bajo la lluvia.

Los dedos de mi pie estaban congelados y el cielo perdió su claridad, miré a mi alrededor y Pedro ya no estaba. Cogí mi rebeca y me dirigí a casa.

Bajo los fluorescentes del garaje el motor del coche de Rodrigo rugía con fuerza, llevaba semanas intentando arreglar ese trasto. Mi pelo creció y mis ojos clarearon. Hacía tiempo que mi abuelo ya no narraba las guerras que encapotaron su vida, y ya hacía tiempo que aprendí sumar cuando observaba a Rodrigo bajo la luz de los fluorescentes. Y sobre todo, ya hacía 4 años años que Pedro lloraba bajo la lluvia. ¿Habría crecido su pelo? ¿Habrían clareado sus ojos? ¿Seguiría escribiendo paraguas con diéresis? ¿Seguiría pintando las casas volteadas y con los tejados amarillos?

Pedro tecleaba Nörvieh en el ordenador. Ya era hora de repetirle, solo por segunda vez, que le gustaba. Pasaron cinco horas, y permanecía la luz del cuarto de Pedro encendida. Con las manos en las sienes buscaba la forma adecuada de decir dos palabras. La forma adecuada de verla a ella correr para dejarlo atrás. La forma adecuada de lanzar tras su sombra los susurros que las dunas cantaban cuando ella pataleaba para quitarse la arena de entre los dedos de los pies.

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