Había huido del alcohol. Me había refugiado en las sombras
de aquellos que arrastraban las palabras, los seguía a tientas, contrariado,
riendo a ratos. Ellas corrían, los trajes de noche perdían brillo, las sonrisas
se trababan, los roces tropezaban. La noche, decían, acababa de empezar. La
oscuridad se alargaba cuesta abajo, las voces se sucedían, las siluetas se
enredaban, yo me mentía. Estaba por fin tranquilo. Respiraba aliviado. Cuando
las madrugadas me abrigaban notaba mi pecho expandirse, mis angustias
difuminarse. Y sólo entonces me permití sonreír. En aquella cuesta abajo,
aquella noche casi otoñal, entre aquellos torpes alaridos, sentí por primera vez
en mucho tiempo cómo el dolor se rendía, de desplazaba y me daba una
tregua.
Sin despedirme di la vuelta y me alejé. Era cierto, la noche
sólo había empezado, se dejaba caer casi sin ganas. Bajé las escaleras, busqué
calderilla y pagué mi billete. Las vías desgastadas, ya agitadas, vaticinaban
la próxima llegada. Avancé poco a poco hasta que se paró. Dudé y me dirigí al
tercer vagón. Al final, contra la ventana, logré encontrar un sitio. Me senté y
observé a mi alrededor. Una chica pelirroja sostenía frente a mí un libro. No
me esforcé por leer el título. Junto a ella un hombre de americana azul miraba
de soslayo las líneas que ella pronunciaba en silencio, y, ocupando dos
asientos, un niño dormía ya con la boca entreabierta. Las luces fuera se
alargaban en líneas curvas, imprecisas, aparentando ser infinitas. Y tras ella
la ciudad anestesiada, soñolienta, anhelante. Y al otro lado de la puerta, en los
asientos centrales, ella, aquella chica, aquella completa desconocida, desviaba la mirada, parpadeaba nerviosa, trataba de
evitar las lágrimas que ya corrían mejillas abajo. Sorbía casi en silencio.
Procurando disimular, se secaba las lágrimas. Le temblaba el labio inferior.
Era un color de invierno desvaneciéndose entre el vaivén de un tercer vagón. Se
dibujaba la distancia, la pérdida y la supervivencia en sus rasgos ahogados,
desesperados. Creo que fue aquella noche la primera vez que le vi los ojos al
miedo, al terror más infinito, escondido entre una bufanda gris oscuro. Y lo
sentí conjugado con el letargo, próximo a la melancolía más profunda.
Y me acerqué. Me senté junto a ella. Giró la cabeza hacia el
otro lado y, sosteniéndole el mentón, la obligué a mantenerme la mirada. Las
pupilas se le hundían en lágrimas, la tristeza la tenía agarrada, amordazada,
pendiendo de una existencia desoladora. Pero me miró. Y con un puchero dejó
escapar un llanto aterrado, conmovido, casi gutural, y entre espasmos cayó
sobre mi regazo. Enredé el pelo que caía por su nuca y cuando volvió a incorporarse
fui yo quien le secó las lágrimas que le desfiguraban el rostro. El maquillaje,
convertido en desastre, se deslizaba hasta la barbilla. El pelo se le pegaba a
las comisuras, respiraba agitada, el pecho le reventaba, la voz se le escapaba,
se lamentaba entre sollozos. Y cuando el temblor le permitió respirar con más
calma, me acerqué a su oído.
-Estoy aquí. Te estoy sosteniendo.
Me miró, me examinó en silencio agradecida, aliviada.
-Pero ya no llores más, que yo te prometo que no te vas a
caer.
Y la abracé. La estreché. Le susurré un “te soltaré cuando
me lo pidas” y supe que jamás la olvidaría.
Ella se bajó. Se desenredó de entre mis brazos y se dirigió
hacia la puerta. Las puertas se abrieron. Volvió a mirarme.
-Adiós- murmuró.
Se apeó en aquella estación.
Y sigo cogiendo el mismo tren cada semana. Y cada semana
sigo esperando verla, pero sonreír. Y estoy firmemente convencido de que
llegará ese momento. Ese instante en el que entre y la vea con la cabeza
apoyada sobre un veinteañero de vaqueros desgastados. Y veo su
sonrisa. La veo expandirse. La veo feliz.
Y me conmueve ser ese desconocido.
Y sé que bastará con cerrar los ojos e imaginar la vida que
podría haber tenido antes de haber visto su cuerpo arrollado en las vías contiguas
al tren en la que la vi marchar en cada una de las portadas de los periódicos
nacionales.
Y cada día cierro los ojos y la veo en ese vagón. Ocupando
el mismo asiento.
Y es feliz.
Repito, es feliz.
Me has dejado sin aliento, esto es así y es lo único que puedo decirte ante este magnífico texto.
ResponderEliminarEs genial este texto, me ha encantado. Enhorabuena y sigue así, deleitándonos con fragmentos como este. Dibujándonos una sonrisa.
ResponderEliminar¡No me esperaba para nada ese final!
ResponderEliminarSupongo que a veces no son nuestros actos lo que deciden el futuro, sino las acciones que no hacemos, las que se dibujar en nuestra mente y acabamos por desecharlas.
Un beso enorme bonita :)
Me ha encantado la entrada :)) Es preciosa <33 Aunque con un final inesperado
ResponderEliminarGenial, el final no me lo esperaba, casi creía que se iban a encontrar de nuevo :).
ResponderEliminarPero me gusta porque se muestra como la vida, aunque queramos que las cosas sean siempre bonitas, no es cierto.
Un besazo