(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


miércoles, 9 de mayo de 2012

El viento ponía voz al pueblo, jugaba a despeinar las copas de los árboles, arrugaba la superficie del lago, haciendo ondear el paisaje reflejado. Un silbido pasaba rozando el agua antes de alejarse hasta alcanzar el próximo páramo. La noche temblaba, oscilaba de forma irregular, se hundía y sacaba la nariz para respirar a pequeños intervalos allí en donde las orillas terminaban, contorneando una silueta oscura que se confundía con el perfil de la madrugada.


Me alejé apenas dos kilómetros para hacer un diagnóstico general desde la próxima tormenta. El pueblo se encogía, se retorcía sobre sí mismo. En posición fetal trataba de proteger cada una de sus hectáreas.



-¿Parece sofocado? Ya sabes, por el viento- preguntó de pronto



Sí, es posible. Revuelve cada bosque que lo colorea. Está pasando frío.



-Me lo temía.



Él se mecía sobre sí mismo, se arropaba con una manta beige y el viento se la despegaba de la espalda. No dejaba de sorber por la nariz. No dejaba de atender al comportamiento del temporal. Desde donde yo lo miraba, parecía concentrado, expectante. Su vista se desenvolvía con facilidad entre la oscuridad, sus oídos no dejaban escapar mi voz. Atendía con interés a ambas descripciones, una relatada en la distancia y la otra en las contorsiones y giros que envolvían cada tramo del terreno.



No es momento de que empieces a juzgarme. Quizás puedas hacerlo más tarde. Si aquella noche me escuchó fue porque alcé la voz, carraspeé para aclararme la voz varias veces y que no perdiera detalle. No cometí esa imprudencia aquel día, sino unas semanas antes.



Fui una insensata. Nunca antes había cometido un error de tal envergadura. Siempre había descrito y había organizado vidas ficticias con precisión, orden y concisión. Al menos así lo creía. Supongo que ese es mi punto fuerte: la planificación, la exactitud, los índices perfectos. Sin embargo los narradores han de controlar la voz con la misma eficacia que organizan sus párrafos. Han de respetar los esquemas y controlar continuamente cada tono, cada timbre, cada susurro. Y, lamentablemente, ahí empiezo a acumular fracasos. Si hasta entonces no había sucedido era por el esfuerzo sobrehumano que ponía en cada ensayo, por el aliento que me consumía en cada descripción, en cada asalto. A la llegada de cada punto final creía desvanecerme, desaparecer, esfumarme. Me sentía tan liviana que acababa convenciéndome de que no habría una próxima vez. Evidentemente era autoengaño puro y duro. Yo seré narradora hasta el fin de mis días. No hay descansos, no hay pausas. La creación, pese a la deshumanización creciente, pese a la decadencia constante, resiste en los lugares más recónditos de este planeta.

Aquel día un paréntesis idílico cercaba mi historia recién creada. No cabía en mí de orgullo. Ensayé una y otra vez. Discurrí como una bala entre las líneas, esculpí cerca de un millón de veces cada gesto, cada mueca, cada defecto de mis personajes. Tenía el pecho tan henchido de júbilo que cuando empecé a relatar mi historia fuera de las paredes de mi mente, cuando la obra subía el telón y sola me rompía en un escenario, mi voz se precipitó, se aceleró en un pequeño aullido y el volumen golpeó cada esquina, cada oído sordo que ocupaba la sala. Sin saber parar continué dejando escapar palabras, esquemas que ahora se precipitaban y se perdían sobre el escenario. Y él me escucho. Se giró, anduvo hacia mí y me descubrió sola y temblando en mitad del relato. Me miró fulminante mientras yo empezaba a callar. Cuando mi voz se apagó por completo, respiró hondo y musitó:



-En el fondo lo sabía.



¡Yo no! Quise gritar. ¡Soy yo quien te crea, soy yo quien guarda tu oxígeno en las teclas de un ordenador, en un bolígrafo medio gastado! ¡Soy yo tu diminuta caja torácica y nunca escribí este encuentro, nunca te incité a descubrirme de este modo entre estas malditas ramas en las que, no obstante, sí quise situarte!

Estaba apesumbrada. La derrota hundía mis pies en el lodo. Mi cabeza se ahogaba en cavilaciones. No daba crédito a lo que veía. Callé y me encogí de hombros. Luego negué constantemente con la cabeza. No podía estar sucediendo. Un personaje había descubierto lo que no debería haber descubierto: que era un personaje. Sólo eso. Sólo mi necesidad de escapar. Sólo mi imaginación insaciable. Sólo una capacidad apenas pronunciada. Sólo un mero y estúpido ensayo.





El daño ya estaba hecho. Intenté abandonar su historia. Puse todo mi empeño en ello. No fui capaz. Por mucho que susurrase ya había aprendido a silenciarse, a escucharme. Continué perfilando con sigilo su cuerpo, sus pensamientos, su entorno, y él, haciendo caso omiso a los múltiples diálogos que yo pulía, intervenía de forma independiente, demostrándome que, por mucho que me empeñase, el daño, efectivamente, ya estaba hecho. Vivía (vive) en mi frustración, en mis risas y en mi sueños, en mi orgullo y en mi nostalgia. Vivía (vive) en bosques que se desprendían tras un error gramatical, al mínimo atisbo de lejanía. Vivía (vive) en la emoción, pero, sin yo haberlo planeado, latía más allá de esos escenarios efervescentes.

2 comentarios:

  1. Es una enorme alegría poder leerte, Rocío.
    Eres increíble, no me cansaría de leer algo tuyo nunca. :)

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  2. Están muy bien tus relatos..
    Hoy he estado en el Expo Manga de Madrid, ha sido una pasada..
    P.D. Gracias por seguirme, creo que no lo había dicho todavía..

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