(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


miércoles, 8 de septiembre de 2010

Cuando te dicen que serás feliz, mienten.

Acabo de encender la lamparita que hace cinco años me compré en el centro comercial Skie y, que hace dos, derribaron. No sé el motivo, pero ni ahora ni en su momento me interesé por ello. Una de mis autoras favoritas tendrá que guardarse parte de su historia para otro día, porque hoy mi propia historia me está provocando un dolor de cabeza terrible y dudo mucho que asimile o me concentre en otra ajena que, entre otras cosas, ni siquiera es real. Deseo tanto formar parte de un libro y de ahogar mi vida en la fibra del papel que, cada vez que empiezo uno, me inunda una fuerte tristeza que me enjuaga los ojos nada más pasar la primera hoja. Me invade esa misma sensación cuando, al rozar la última, me recibe de nuevo. Me entristece acabar una historia a la cual deseo y lamento (y mucho) haberme enfrascado en ella de tal manera. Me enderezo dentro de las sábanas y aparece Josh, cada día más gordo y cada día más lejos de atraerme. Las buenas noches las puedo contar con los dedos de una mano desde hace ocho años. Llevo casada con él quince y creo, que hacer tal estupidez, ha sido el peor error de mi vida y que tal evento desneutralizó por completo la situación y le quitó toda su magia. Me desenamoré a los escasos segundos antes de casarme. Supongo que nunca estuve lo suficientemente enamorada de él. O que nunca lo estuve de él. Como sé que esta noche será idéntica a la de ayer, te contaré cómo discurrió ésta.


Se sentó en la cama, se quitó las gafas y mirando de reojo me dedicó Que duermas bien que lo único que provocó fue el crujido de mis vértebras y un zumbido estridente en mis oídos al recibirlo. Dejé pasar unos minutos (siempre ha tardado muy poco en dormirse. Con tantos años al lado de una persona te aprendes los gestos, suspiros o respiros que te indican el momento exacto en el que, por fin, cae rendido) y clavé, como cada noche, la mirada en el techo. Sin saber qué buscar ni cómo encontrarlo.

Y no, no me equivocaba, porque ahora estoy desayunando en la terraza de mi apartamento y mi noche ha sido como la de anteayer, ayer y como la que será hoy. Josh no está y yo, como puedo trabajar desde casa, pasaré el día frente a la pantalla creando diseños para la página web de una agencia que, ahora mismo, depende de nuestros servicios para darse a conocer más a fondo. Pero ahora estoy en la terraza, desayunando tostadas, leche, zumo y un viento bastante húmedo que me incomoda bastante, la verdad.

Habrás notado que disfruto mucho más haciendo mi trabajo y estando sola que compartiendo mi vida, cama y apartamento con Josh. Remontémonos algunos años atrás.

Yo me llamo Hilary. Hilary Coffee. Un nombre horrible y un apellido tan odioso como ridículo. No me gusta nada el café y sólo lo tomo cuando, en el Efy's, me cruzo de piernas y le lanzo miradas furtivas a Mike. El de los viernes con un Sex on the beach en mente. Soy relativamente joven (cuarenta y ún años) y llevo con la crisis de los cuarenta desde los veintiséis. Nunca supe en qué consistía exactamente hasta que Christy y Kate (unas amigas del trabajo) vinieron agobiadísimas y con una agenda repleta de nombres masculinos a la oficina. Hablaron largo y tendido de sus dudas, de sus cabizbajos y de sus ¿Adónde se dirige mi vida?. Más tarde descubrieron en revistas femeninas que sufrían la crisis de los cuarenta y fue entonces cuando me atraganté con el agua y lloré en el baño del Sturbucks. Algo terrible, pero podría ser peor.

Me casé a los veintiséis años y a estas alturas tan lamentables de mi vida estoy sufriendo de un ataque de conciencia y sé que, en cuarenta y ún años de vida, no he estado enamorada. Josh era un tipo encantador, sí. No lo niego. Pero sus manos no estaban hechas para proteger a mi corazón, ni siquiera para sacar un poquito de amor de él. Y no sólo porque no sabía conquistar a las mujeres o porque no era (exactamente) mi tipo, si no que sus manos no se acompasaban con los pálpitos que mi corazón sufría cuando los resguardaba en su palma. Es que ni siquiera se mantenía en equilibrio y a cualquier intento se le resbalaba y caía al suelo estrepitosamente. Lloré mucho durante los primeros años de casada. Ahora, mi costumbre y mi conformismo se han acentuado tanto, que ni siento ni padezco. Simplemente me sostengo.

Como ya he dicho, he llorado muchísimo. A los trece años, como ahora, leía muchísimo y, al terminar el capítulo diario, escribía una historia de amor. Cada uno con personajes distintos. Dispares entre sí. Todavía las conservo y, si te soy sincera, me repugnan. Son tan cursis que se me revuelve el estómago y, cada vez que leo un te quiero, desvío la mirada y hago como que no la he leído. Me avergüenza sólo el hecho de que algo o alguien se haya percatado de que mis ojos han sobrevolado esas dos palabras. Y, aunque sienta este asco o, mejor dicho, este terror al amor, es porque, aunque lo niegue, desde los trece años siempre he deseado amar y ser correspondida. Estar despierta en algo que me mantenga ilusionada, feliz y eufórica. Tener la necesidad de dormirme de nuevo para que, al volver a abrir los ojos, me percatase una vez más que, aquello que respiraba frente a mí, era real. Y, que aún así, daría la vida por la única realidad que despertaría en mí las ganas de sentir. Sobre todo de sentirme peligrosamente enamorada. Aun de pequeña, era consciente de la falsedad que fluía entre personas casadas y que, lamentablemente, habían firmado su amor eterno. Me entristecía sobremanera ver que, en realidad el amor no existía. Pero esos alfileres que se clavaban frenéticamente en mi corazón aflojaban su fuerza cuando me armaba de valor y decía, en alto, un no rotundo frente a la historia que el libro narraba o que la película emitía. Yo amaré a alguien. Tanto que le entregaré mi vida. Le daré lo que más quiera y, a cada día que pase, le querré más, más y más. Le amaré tanto, que permaneceré enteramente enamorada de él a cada segundo de mi existencia, me decía a mí misma. Y mírame. No sé si estoy desamparada, loca de atar o amargada. Sé que no estoy enamorada, nunca lo he estado y que, lo que más deseo en esta vida, es poder estarlo. A lo mejor no es algo que esté al alcance de todo el mundo y que, mucho menos, acceda a mí por arte de magia. Y a este paso estoy anclándome en la segunda opción. Pero con estos latidos erróneos y con esta vida de mierda no puedo puedo evitar albergar mil y una esperanzas en mi corazón.

Ahora me acabo de dar cuenta que he recuperado las lágrimas y que la pantalla del ordenador de mi casa no está dispuesta a estar toda la puñetera mañana frente a estos ojos que, a cada segundo que pasa, se van hundiendo más. He decidido acercarme a la oficina. Me vendrá bien.

4 comentarios:

  1. Simplemente increíble, Rocío. Como todo lo que haces (L)

    ResponderEliminar
  2. Mienten como bellacos, estoy de acuerdo contigo.

    Como siempre un placer pasar por aquí.

    Saludos y un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. estoy tan de acuerdo contigo!
    me encantó tu blog, un beso(:

    ResponderEliminar
  4. he llorado con el texto, increíblemente maravilloso

    ResponderEliminar

Tic tac. Déjame tantos segundos como quieras.