(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


sábado, 8 de mayo de 2010

Análisis de un tal Carl a una cuentista.


-¿Qué tal la semana, Helen?
-Creo que bien. He hablado con bastante gente y me he reído hasta llorar. También encontré mi libro favorito de la infancia debajo de la cama, lleno de polvo. Creo que fue el martes cuando empecé a leerlo de nuevo y cuando lo olvidé en el autobús del camino al instituto. Me dió bastante rabia no poder reencontrarme con ese final. Ese día no sonreí. Tampoco hablé con nadie y comí más que nunca. La quietud me volvía loca, necesitaba arañarme, despeinarme o pellizcarme. Si no lo hacía, apretaba la mandíbula con fuerza y me mordía la lengua. Me subía un quemanzón por la garganta y un terrible malestar circulaba por mis piernas. No podía parar de dar vueltas de una esquina a otra de la habitación, siguiendo con los ojos la silueta de un mosquito que iba y venía de la lámpara. Me atosigué demasiado con sus siseos y empecé a tirarme del pelo. Me empezó a picar todo el cuerpo, por los codos, entre los dedos de los pies y por detrás del cuello. Un poco más tarde me metí debajo de la ducha y descubrí lo bueno que era ponerla bocarriba mientras me abría de piernas. Tardé mucho en ducharme.
-¿Te duró mucho esa ansiedad?
-No, qué va. Me pasa a menudo, la verdad. Al día siguiente respiré sol como nunca lo había hecho. Me mojé con la manguera y escuché como unas cuarenta veces mi canción favorita. Cuando llegó mi cumpleaños hablé con mis libros largo y tendido. Intenté recordar todos y cada uno de los personajes que los formaban y, si me equivocaba, se abrían de golpe. Les coloqué en forma de escalera, ¿sabe? Quise subirla entera, pero aún no tengo demasiados y no soportan mi peso. Tendré que siguir creciendo.
-Mhm... bien Helen. El próximo miércoles aquí, como siempre.
El blanco de aquella sala siempre me cegaba y, cuando salía de ella, todo se tornaba oscuro, pero desde que que Thierry Culw, mi psicólogo, se fue del país, aquella oscuridad se me antojaba hermosa. Algo recíproco y extraño. Pero me agradaba.
Carl, el nuevo, sólo garabatea y ,si le miras fijamente, retira su mirada hacia la punta de su bolígrafo. Su voz es áspera y honda. Cada vez que entra por mis oídos me estremezco ante la sensación de frío que me atraviesa la espalda. Me pone de los nervios sus carraspeos, son tan profundos y nítidos que los noto en mis cuerdas vocales. No me da buena espina, estoy segura que no hace más que escribir greguerías y dibujar caricaturas mientras que yo le cuento mi vida. Es inquietante cómo tuerce los morros cuando le hablo de mi vida sexual. Es una mueca repugnante y atrevida. Es una lástima, porque me encanta hacerlo. Con él se me quitan las ganas de detallar, su expresión excitada y su erección marcada en los pantalones me hace tartamudear y mover la cabeza de un lado a otro. Cuando le conté esto a Jerry me dijo:
-Normal, a mi me pasa eso sólo con verte.
Siempre que dice eso, esconde los los ojos bajo el pelo, me abaraza y me aprieta con fuerza. Entonces sé que es verdad.

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Tic tac. Déjame tantos segundos como quieras.