(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


jueves, 12 de julio de 2012

Ironía.




Cocinar es una de las pocas cosas que consigue relajarme de verdad. No soy una persona innovadora en ningún aspecto, tampoco lo soy en lo que a la cocina se refiere. Me mantengo siempre en los mismos esquemas, ejecuto siempre las mismas recetas y, para lograrlas, empleo la misma técnica. Dispongo los alimentos frente a mí y siempre caliento el aceite demasiado pronto. Siempre empieza a saltar cuando aún no he terminado de disponer y ordenar completamente todos los ingredientes. En realidad me gustaría que fuese un proceso mucho más rápido. A veces aspiro a saciarme sin más, con un solo pensamiento. Me ocurre cuando, sobre la cama, una falsa sensación de calma frena los movimientos elípticos de mis rodillas, el castañeo continuo de mis dientes y las heridas de mi lengua. Un hambre feroz me retuerce el estómago y entonces quisiera cerrar ese agujero suplicante sólo con pensarlo. El momento de levantarme y convencerme de que tengo que alimentarme me resulta desesperante. Siempre acabo haciéndolo, y cuando ese pensamiento una vez pudo conmigo, mi carácter impertérrito, mi histeria habitual me llevó, en muchas ocasiones, a la habitación de un hospital. Soy bastante autodestructivo, y mantenerme vivo es una de esas cosas que siempre me chirrian al oído. Cocinar parece dilatar mis arterias, mi sangre no fluye ahogada y puedo pensar hasta en esos detalles que pueden convertirme, de vez en cuando, en un tipo encantador. Con todo, no soy gran cocinero. Tan sólo se preparar cuatro platos básicos, cargados de hidratos de carbono. Claro que en ellos vuelco todo mi tiempo, ese tiempo que me salva del dolor que, a su vez, me provoco para olvidar ciertas cosas. No le pongo demasiado interés. Mientras el agua hierve o mientras los ingredientes se fríen, sólo sé murmurar para mis adentros, deseando que tras el próximo parpadeo, todo lo que antes había colocado sobre el fuego, apareciese servido y deliciosamente humeante. Pese a mi impaciencia, esos cuatro platos siempre son aceptables y yo y mi novia los degustamos con deleite. Ella a veces me felicita.


He intentado en numerosas ocasiones aliviar las ganas de acabar conmigo mediante muchas vías. Literatura, fotografía, deporte, sexo, televisión, cine y ocio en general. Nada funcionó. Me acostumbré a los temblores que ascendían por mi cuerpo y acababan por llevarse la piel de mis labios mientras sostenía una de las obras literarias más aclamadas de la historia entre mis manos. La voz corría temerosa por mi estómago, jugaba con las paredes de mi garganta, y cuando el temblor de mis manos lanzaba el libro hacia el suelo con un sonido sordo, incapaces de sostenerlo, la voz discurría a través de mi boca, chocaba contra mis incisivos, se arremolinaba en mi paladar y finalmente lograba estremecer las entrañas de mi habitación. Tuve que descartar por completo opciones como el cine y el sexo por las grandes dificultades que sucesos como el anterior me acontecían. La soledad me deja a solas con una sombra que conversa conmigo. Habla de forma casi inaudible. Al principio me esforzaba por prestar atención, pero aunque en esos instantes mi cuerpo desapareciera, la respiración llegaba como una ráfaga a ese hueco vacío que en realidad se colmaba con mi ausencia. Era una respiración pausada, forzada a llegar allí. Terminé por escuchar sólo eso.
Cuando esa angustia intenta arrebatarme en presencia de otras personas tiendo a herir a esas personas. Describo, en línea recta, una serie de golpes que arremeter contra mi interlocutor. No siempre implica violencia física, aunque sí a veces. La agonía se hace oradora. La mendicidad que guardo en mí desplaza a ese tipo tan encantador que a veces creo ser y lo convierte en un ser intolerante y arrogante. Y aunque al primero al que apuñalo es a mí mismo, ese odio que siento por mí lo dirijo de forma incontrolada y arbitraria a lo largo de la autopista en la que me muevo. Pierdo el control y acabo colisionando con todos los vehículos que avanzan por los carriles próximos. Sus quejidos me arrancan las costras de todas las heridas que he ocultado con el tiempo, las cubre con tierra y siento morir de dolor. Pero parece que no es motivo de peso para frenar y dejarme en paz. A mí y a los demás. Hasta que no desnudo por completo la escoria que en realidad soy, hasta que no dejo constancia al mundo del desperdicio que supone mi existencia, me paso los minutos hiriendo hasta al que no me roza. El dolor se vuelve insoportable cuando el ataque recae en personas que consiguen hacerme ver que soy débil, como cualquier otro ser humano, es decir, que soy sensible a todo aquello que pueda sucederme. Que puedo llorar cuando la vida duele demasiado o que puedo sufrir cuando el corazón se me acelera cuando pienso en la persona que sólo vive ignorándome. De que soy vulnerable. Como todos. Mi novia ha recibido varias de estas agresiones, y cuando atisbaba en su mirada un fulgor opaco que reflejaba lo que yo mismo me obligaba a obviar, un nudo caía a mis pies. Con el paso de los días me daba cuenta de que era un corazón. Con el paso de los meses me percataba de que ese corazón era el mío. Lo recogía y, supongo que al sentirse tan desamparado entre un odio y un vacío tan profundos, hacía de las suyas e intentaba borrarse del mapa. Sabía cómo llevarme a ese punto en el que, aún siendo visto por todos, ni siquiera existía. He llegado a admirarlo de forma tan intensa que en ciertos momentos de mi vida colaboré en sus propuestas y con una lluvia química lo desvelaba en las madrugadas. Finalmente mi novia personificó a la ironía. Le dio sus manos, sus ojos negros y su pelo corto. Supo cómo esquivar mis golpes.

Ahora cocino porque, evidentemente, Ironía, la chica de pelo corto, ojos negros y manos pequeñas, la chica que aprendió a dar la espalda a mis palabras inquisitorias, a mis insultos constantes y a mis amenazas cada vez más púrpura, esa chica que hasta me sonreía después de llamarla "zorra", se me murió entre los brazos tras haberla golpeado en el vientre mientras la sangre se le escapaba por la boca y le dotaba de un aire siniestro y repulsivo. Su vida se me escapó, resbalando por mis brazos, después de haberla obligado, con la boca aún ensangrentada, a comerme la polla mientras que yo, entre jadeo y jadeo, le limpiaba las lágrimas, antes de correrme en su boca. Bien podría haberme servido su corazón en la comida que ahora dejo reposar al fuego después de haber brincado sobre su espalda, con el crujido de sus vértebras secundado el canto de mi ira. Tiemblo de miedo mientras su cuerpo, quebrado, doblado, magullado, reducido a una hemorragia que se seca y produce un olor nauseabundo, se deja caer como una alfombra sobre mí. La beso, las tinieblas que manaban y que antes me aterrorizaron, juegan en torno a mi lengua, que se mueve sola dentro de la muerte de Ironía.

-Ironía mía, te envidio. Eres totalmente incapaz de recordarme- pienso en voz alta.

1 comentario:

  1. Comienzas de forma amarga. Y el final...El final es estremecedor y crudo, muy muy crudo.
    (Lo mejor es el detalle de la cocina)

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