Cocinar
es una de las pocas cosas que consigue relajarme de verdad. No soy una persona
innovadora en ningún aspecto, tampoco lo soy en lo que a la cocina se refiere.
Me mantengo siempre en los mismos esquemas, ejecuto siempre las mismas recetas
y, para lograrlas, empleo la misma técnica. Dispongo los alimentos frente a mí
y siempre caliento el aceite demasiado pronto. Siempre empieza a saltar cuando
aún no he terminado de disponer y ordenar completamente todos los ingredientes.
En realidad me gustaría que fuese un proceso mucho más rápido. A veces aspiro a
saciarme sin más, con un solo pensamiento. Me ocurre cuando, sobre la cama, una
falsa sensación de calma frena los movimientos elípticos de mis rodillas, el
castañeo continuo de mis dientes y las heridas de mi lengua. Un hambre feroz me
retuerce el estómago y entonces quisiera cerrar ese agujero suplicante sólo con
pensarlo. El momento de levantarme y convencerme de que tengo que alimentarme
me resulta desesperante. Siempre acabo haciéndolo, y cuando ese pensamiento una
vez pudo conmigo, mi carácter impertérrito, mi histeria habitual me llevó, en
muchas ocasiones, a la habitación de un hospital. Soy bastante autodestructivo,
y mantenerme vivo es una de esas cosas que siempre me chirrian al oído. Cocinar
parece dilatar mis arterias, mi sangre no fluye ahogada y puedo pensar hasta en
esos detalles que pueden convertirme, de vez en cuando, en un tipo encantador. Con
todo, no soy gran cocinero. Tan sólo se preparar cuatro platos básicos,
cargados de hidratos de carbono. Claro que en ellos vuelco todo mi tiempo, ese
tiempo que me salva del dolor que, a su vez, me provoco para olvidar ciertas
cosas. No le pongo demasiado interés. Mientras el agua hierve o mientras los
ingredientes se fríen, sólo sé murmurar para mis adentros, deseando que tras el
próximo parpadeo, todo lo que antes había colocado sobre el fuego, apareciese
servido y deliciosamente humeante. Pese a mi impaciencia, esos cuatro platos
siempre son aceptables y yo y mi novia los degustamos con deleite. Ella a veces
me felicita.
He
intentado en numerosas ocasiones aliviar las ganas de acabar conmigo mediante
muchas vías. Literatura, fotografía, deporte, sexo, televisión, cine y ocio en
general. Nada funcionó. Me acostumbré a los temblores que ascendían por mi
cuerpo y acababan por llevarse la piel de mis labios mientras sostenía una de
las obras literarias más aclamadas de la historia entre mis manos. La voz corría
temerosa por mi estómago, jugaba con las paredes de mi garganta, y cuando el
temblor de mis manos lanzaba el libro hacia el suelo con un sonido sordo,
incapaces de sostenerlo, la voz discurría a través de mi boca, chocaba contra
mis incisivos, se arremolinaba en mi paladar y finalmente lograba estremecer
las entrañas de mi habitación. Tuve que descartar por completo opciones como el
cine y el sexo por las grandes dificultades que sucesos como el anterior me
acontecían. La soledad me deja a solas con una sombra que conversa conmigo.
Habla de forma casi inaudible. Al principio me esforzaba por prestar atención,
pero aunque en esos instantes mi cuerpo desapareciera, la respiración llegaba
como una ráfaga a ese hueco vacío que en realidad se colmaba con mi ausencia.
Era una respiración pausada, forzada a llegar allí. Terminé por escuchar sólo
eso.
Cuando
esa angustia intenta arrebatarme en presencia de otras personas tiendo a herir
a esas personas. Describo, en línea recta, una serie de golpes que arremeter
contra mi interlocutor. No siempre implica violencia física, aunque sí a veces.
La agonía se hace oradora. La mendicidad que guardo en mí desplaza a ese tipo
tan encantador que a veces creo ser y lo convierte en un ser intolerante y
arrogante. Y aunque al primero al que apuñalo es a mí mismo, ese odio que
siento por mí lo dirijo de forma incontrolada y arbitraria a lo largo de la
autopista en la que me muevo. Pierdo el control y acabo colisionando con todos
los vehículos que avanzan por los carriles próximos. Sus quejidos me arrancan
las costras de todas las heridas que he ocultado con el tiempo, las cubre con
tierra y siento morir de dolor. Pero parece que no es motivo de peso para
frenar y dejarme en paz. A mí y a los demás. Hasta que no desnudo por completo
la escoria que en realidad soy, hasta que no dejo constancia al mundo del
desperdicio que supone mi existencia, me paso los minutos hiriendo hasta al que
no me roza. El dolor se vuelve insoportable cuando el ataque recae en personas
que consiguen hacerme ver que soy débil, como cualquier otro ser humano, es
decir, que soy sensible a todo aquello que pueda sucederme. Que puedo llorar
cuando la vida duele demasiado o que puedo sufrir cuando el corazón se me
acelera cuando pienso en la persona que sólo vive ignorándome. De que soy
vulnerable. Como todos. Mi novia ha recibido varias de estas agresiones, y
cuando atisbaba en su mirada un fulgor opaco que reflejaba lo que yo mismo me
obligaba a obviar, un nudo caía a mis pies. Con el paso de los días me daba cuenta
de que era un corazón. Con el paso de los meses me percataba de que ese corazón
era el mío. Lo recogía y, supongo que al sentirse tan desamparado entre un odio
y un vacío tan profundos, hacía de las suyas e intentaba borrarse del mapa. Sabía
cómo llevarme a ese punto en el que, aún siendo visto por todos, ni siquiera
existía. He llegado a admirarlo de forma tan intensa que en ciertos momentos de
mi vida colaboré en sus propuestas y con una lluvia química lo desvelaba en las
madrugadas. Finalmente mi novia personificó a la ironía. Le dio sus manos, sus
ojos negros y su pelo corto. Supo cómo esquivar mis golpes.
Ahora
cocino porque, evidentemente, Ironía, la chica de pelo corto, ojos negros y
manos pequeñas, la chica que aprendió a dar la espalda a mis palabras
inquisitorias, a mis insultos constantes y a mis amenazas cada vez más púrpura,
esa chica que hasta me sonreía después de llamarla "zorra", se me
murió entre los brazos tras haberla golpeado en el vientre mientras la sangre
se le escapaba por la boca y le dotaba de un aire siniestro y repulsivo. Su
vida se me escapó, resbalando por mis brazos, después de haberla obligado, con
la boca aún ensangrentada, a comerme la polla mientras que yo, entre jadeo y
jadeo, le limpiaba las lágrimas, antes de correrme en su boca. Bien podría
haberme servido su corazón en la comida que ahora dejo reposar al fuego después
de haber brincado sobre su espalda, con el crujido de sus vértebras secundado
el canto de mi ira. Tiemblo de miedo mientras su cuerpo, quebrado, doblado,
magullado, reducido a una hemorragia que se seca y produce un olor nauseabundo,
se deja caer como una alfombra sobre mí. La beso, las tinieblas que manaban y
que antes me aterrorizaron, juegan en torno a mi lengua, que se mueve sola
dentro de la muerte de Ironía.
-Ironía
mía, te envidio. Eres totalmente incapaz de recordarme- pienso en voz alta.
Comienzas de forma amarga. Y el final...El final es estremecedor y crudo, muy muy crudo.
ResponderEliminar(Lo mejor es el detalle de la cocina)