(todo hubiese sido diferente si nos hubiera pasado, todo aquello, en la azotea más alta de cualquier ciudad)


lunes, 30 de agosto de 2010

Ya quedan pocos inocentes.


En la esquina del patio, junto a aquel alcornoque está Mónica. Acurrucada sobre sus rodillas. Tarareando una canción. Se mece sobre sí misma y se detiene en cuanto el viento revuelve su pelo entre las comisuras de sus labios. Las muñecas ya no le cuentan historias y los libros nuevos que mamá le regaló, no le gustan nada. Escondido en el fondo de la mochila, bajo los libros de texto, su libro favorito esconde sus puntos y aparte entre lecciones y lápices de colores que Mónica da por perdidos desde hace, por lo menos, una década. Se detiene frente a los amaneceres del invierno, esperando unas palmaditas en la espalda, un 'muy bien, cariño mío' o un abrazo a la salida del colegio. Cuando los portazos, los 'déjame en paz' o las sonrisas forzadas de mamá se le presentan a la salida del colegio, llora en la esquina del cobertizo y pasa allí las noches en vela, arrugada entre mantas. A la espera de otro amanecer que le prometa que ese día mamá la querrá más que nunca y que le regale mil y un puzzles para las tardes de lluvia, puzzles que de vez en cuando la aproximen a las peleas que surgen cuando tú quieres ese sabor de helado pero no puedes porque tu hermana, amigo o primo quiere el mismo que tú. Y ambos sabéis que éso, de ninguna forma, debe de ser así, porque entonces, ¿cómo te guardas las ganas de pedirle un poquito de su helado cuando se te acabe el tuyo?


En el otro rincón del patio, Sofía y Carolina discuten sobre los montones de tierra que guardan bajo los muslos. 'El mío es más grande', le dice la una a la otra. Así hasta que la sirena toca. Antes de llegar a las escaleras de la entrada, se paran, se miran entre ellas y señalan a Mónica. Luego, una de ellas, llegará a casa, le dirá a su madres que ya no tiene amigas porque Sofía ha hecho un montón de arena el doble de grande que ella, y que, por supuesto, es no es justo. Más tarde se aburrirán de dejarse los ojos frente al televisor y llorarán de nuevo, porque sus madres están demasiado cansadas como para molestarse en coger a las niñas, sentarse en un banco y esperar a que la niña caiga del columpio para que, por fin, puedan regresar a casa. Llantos de nuevo. Más tarde no les queda de otra que mirar a los adultos, escuchar sus conversaciones para lograr dormirse, aunque sea encima de la mesa.

Mientras tanto, Mónica divaga veinticuatro horas al día bajo la luz tenue que el suelo del cobertizo refleja. Empapada en sudor frío y con la mirada hundida detrás de los suspiros que empañanan los cristales del ventanal. Compone listas sobre qué hacer para que mamá deje de culparla, de odiarla y qué hacer para que las sonrisas no tensen su cara, sino que enjuagen sus ojos con un poquito de orgullo. Listas de cómo escalar hasta las nubes y comenzar a buscar a papá, cómo traerle de nuevo y qué hacer para que, allá en donde esté, sepa que le extraña.

Mónica dedica tardes enteras a cerrar los ojos para olvidar. Ya me he dado cuenta de que sólo está intentando olvidar una parte de su vida. Se dice a sí misma que lo intenta. Pero los recuerdos arropan a sus párpados cada vez que los cierra. Creo que lo está dando por imposible, por ese mismo motivo ahora los dibuja en miles de libretitas. Los necesita tanto como yo la necesito a ella. Le arrancan pucheros cada vez que los roza con la punta de los dedos y le hunden el corazón en las vértebras. Todos ellos eran ella dos años atrás, y como no sabe cómo titular a los momentos que le empañan las sonrisas, retrocede y se dice que ya lo hará más tarde. Y eso es algo que olvida con facilidad y algo que no podrá borrar cuando, sin necesidad de consejos, proverbios ni diccionarios, sepa qué es eso que la obliga a vivir cuando, al abrir los ojos, ve sus latidos palpitar hasta en el polvo que flota en la habitación y, que a su vez, le parezca lo más hermoso del mundo.

Siempre que escribo sobre ella me encierra una ternura gigantesca, que me ablanda el corazón. Vive sin tardes de parque los domingos, sin cromos que poder cambiar, sin cumpleaños que celebrar, sin helados que compartir y sin una infancia que poder recordar, contar u olvidar. Si veo a niños lloriquear en las juegueterías, la ira se asoma por mis pupilas. Sólo hasta que veo a Mónica sonreír, con los brazos cruzados y bajo una sombra imperturbable que ahora es su mayor confidente. No sé si es la curiosidad de saber qué se siente o el comienzo de una larga espera que se sienta a contemplar el crecimiento de los juegos y deseos de niña que dentro de ella están empezando a martillear.

Sin embargo, estoy muy pero que muy equivocado.

2 comentarios:

  1. Hola es staff de la pagina de roque te invita a participar mandando fotos o cuentos breves, tambien Erotika deja su invitacion...

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  2. Sobrecogedor. Es... No sé, pobre Mónica. Intenta crecer antes de tiempo, buscando una salida a lo que le ocurrió a su padre, ¿no? Y por lo que su madre la culpa.
    Es triste... Muy triste.

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